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Boletin 13. Julio 2, 2020

Solo son cien días

por Alejandro A. Morales

Han transcurrido ya cien días del enclaustramiento causado por la lucha contra esta pandemia. La sola palabra que define nuestra más básica defensa contra el virus me suena a monasterio, aunque otras como encierro me desagradan por tener carácter de cárcel o acción punitiva seguida de una larga sentencia y, aislamiento, suena doloroso al pensar en aquellos que, con pandemia o sin pandemia, viven sus últimos años tristemente alejados del resto del mundo.

El problema mayor de estos cien días consiste en como sobrellevar esta soledad y el darse vueltas en un minúsculo departamento como león enjaulado. Era así cuando planificábamos nuestras actividades, por lo que se venía encima, lo que inocentemente visualizábamos como mucho un par de meses.

Comenzamos, como primera medida a utilizar toda la tecnología que teníamos a mano, algo que ya hemos enumerado y mencionado como las teleconferencias, hasta que estas fueron desplazadas por el famoso “zoom” corrientemente muy presente, simplemente porque la gente se quiere ver, además de escuchar. Ahora el zoom con su complicadísima conexión, no siempre exitosa, está de moda y se utiliza en reuniones, cumpleaños, celebraciones y grupos donde se nos vea sonreír y así sentirnos complacidos. Bueno, si esto ayuda “enhorabuena” decimos quienes tenemos preferencia por las ideas y la alejada posibilidad de encuentros personales o generales cara-a-cara.

Pero, volvamos a nuestro rincón más íntimo y hagamos un análisis de nuestro quehacer diario. Por un lado, la llegada del verano es una delicia. Quienes vivimos cerca de los árboles nos embriagamos de ese verde tan especial de la primavera y el temprano verano. No creo que haya en la naturaleza un color más atrayente. Con mi tendencia a volver en el tiempo llego a la conclusión que para el hombre primitivo el verde implicaba la presencia del agua ya que nada crece sin ella, aunque en algunos desiertos está oculta en el subsuelo. Si hay árboles hay también animales y, por ende, posibilidades de iniciar un asado primitivo, sin salsas ni chimichurri, ni nada parecido. Y los árboles verdes normalmente producen frutas, con las cuales hoy en día hacemos mermeladas y ponches con malicia.

Después de leer que el abuelo de José Saramago, enfermo de cáncer y con la necesidad de dejar su hogar para dirigirse a un hospital en la capital, fue al patio de su casa y llorando abrazó los árboles anticipando esa partida definitiva que le impediría volverlos a ver. Por tal razón me atrevo a confesar que yo tengo conversaciones con un árbol que cada año se acerca más a mí. En los últimos seis años se ha ido asomando cada vez más a mi balcón. Las ramas que crecen y llegan allí son erguidas y delgadas oscilando con el viento que llega del lago no lejano y parecieran asentir o negar dependiendo de la brisa existente. Cada mañana después de la cinco, cuando en estos largos días del solsticio comienza a asomar una suave claridad le digo “hola árbol” asomándome en mi balcón, iniciando largas conversaciones musitadas suavemente para no despertar el vecindario, aunque los roncos motores de mi transitada calle comienzan a multiplicarse.

“¿Estaré loco?”, le he preguntado a un sesudo amigo del primer piso, manteniendo sagradamente la distancia física. El hombre vive en un apretado bachelor o pieza única, que además de su cama contiene un computador, un televisor y un piano en el cual interpreta a Scriabin, además de su cocina que contiene la mayor colección de suplementos y hierbas que le han librado de dos acechanzas del cáncer. Un claro “no” a mi pregunta viene a despejar algunas de mis dudas. “Lo que pasa – me afirma – es que necesitas dialogar y a veces contigo mismo y darle vida a algo, que después de todo no es un ser inanimado y cuyo peligro de desaparición pena fuerte en la humanidad”. Respiro aliviado o, tal vez, complacido.

Mi amigo, que es profesor de taichí, actualmente condenado al encierro, me cuenta que una vecina estaba empeñada en producir un desfile de mascarillas o barbijos, como dicen algunos, haciendo notar que al comienzo eran todas blancas, posteriormente azules o celestes, después vino el negro, las que hacían ver a la gente como asaltantes de bancos o una versión modificada del “llanero solitario”, aunque después han surgidos diseños novedosos y antojadizos que a mí me acomplejan al usar las de este pálido color azul poco atractivo. Ansioso espero viajar, dentro de poco, en el metro urbano u otro medio de transporte luciendo en lo posible una mascarilla exuberante. De lo contrario me quedo en casa hasta la Navidad.