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Boletin 23. Septiembre 11, 2020

Un día de sol radiante

por Alejandro A. Morales

Corría por entonces el año 70, el que parecía un año más en ese mes de septiembre siempre conocido como “el mes de la patria” con sus primeros aires tibios que derretían las porfiadas nieves de los contrafuertes andinos y vestía de flores los árboles frutales y las de los jardines en las plazas y parques de la ciudad.

 

Era el 4 de septiembre de 1970. Desde mi casa en las cercanías de la Plaza Egaña me tomé un café cargado debajo de las parras del patio, las que ya dejaban ver los primeros vestigios de las uvas que nos alegrarían con su dulzura el otoño temprano.

 

Nos tocaba votar. Aquel deber cívico que no muchas veces nos dejaba la alegría de ver triunfar a nuestros compañeros de ideas largamente esperanzadas. Era temprano en la mañana y diciéndole a mi madre que ignoraba a qué hora volvería, partí con paso seguro al local de votaciones en que me tocaba emitir mi voto.

 

Eran las elecciones presidenciales. Las que siempre se sucedían en ese mes del año. Yo votaba un poco lejos en una calle del Santiago viejo, cerca de la calle Matucana en una escuela antigua en la que todavía parecían oírse las risas de niños y niñas que por década aprendían sus primeras letras en el recinto.

 

Cuando bajé de la micro iba cargado de esperanza. Era la cuarta vez que Allende se candidateaba al magno puesto de presidente y esta vez iba apoyado por un amplio grupo político que había trabajado duramente en la campaña, además de tener una excelente plataforma que beneficiaría a la sufrida clase trabajadora del país.

 

Ya tenía experiencia en ese local porque en la elección parlamentaria del 68, si bien recuerdo, había sido llamado a ser miembro de la mesa electoral, un ejercicio que me había dejado muy ducho en la materia habiendo actuado como secretario y encargado de llevar los votos emitidos a un local especial, lo que me hacía sentir importante. Me desilusionó el hecho que esta vez no me llamaron a formar parte de la mesa, aunque los apoderados de la UP me reconocieron e intercambiamos algunas palabras, las que por alguna razón olían a optimismo.

 

Era sin duda un día especial y me sentía alegre pensando que esta vez era la hora de nuestra gente. Volví a casa después de un largo viaje en el sufrido transporte santiaguino. Mi madre ya había votado en el Estadio Nacional y como yo le había pedido que votara por Allende le pregunté: “¿Y viejita, firme con el Chicho?” Sonrío con cara de triunfo porque nunca había elegido un presidente en su vida.

 

El día transcurrió tranquilo, aunque no era un domingo como los demás, había, sin duda, algo especial. Después de la hora de las onces empezamos a escuchar noticias en la radio y en la TV. A medida que transcurría la tarde y con los primeros cómputos todo parecía ir viento en popa. Mi padre y hermanos menores se nos unieron y paulatinamente nuestros nervios comenzaron a sufrir y la adrenalina llegar a niveles altos.

 

Pacientemente estábamos clavados en nuestros asientos hasta más tarde, ya en la noche, la hora del anuncio final. Y comenzó la gritería. Salvador Allende Gossens era nuestro presidente. No sé cómo llegué a la Alameda Bernardo O’Higgins y traté de acercarme cuanto pude a la sede de la Federación de Estudiantes de Chile. El Chicho se asomó al balcón y con voz seria, pausada y sólida dio su discurso que fijaba el curso de su mandato.

 

Lo que sigue después fue el jolgorio. Encontré algunos amigos y celebramos como hacen todos los chilenos en esos momentos: con trago. No llegué a casa esa noche y al día siguiente con un amigo estábamos con la resaca de la noche anterior, lo que se curó con un par de cervezas heladas. Mucha gente cumplía con sus apuestas, lo que a primera vista suena trivial, pero así somos los chilenos.

 

Nos encontramos con otros amigos más serios quienes nos conminaron suave, pero directamente: “Muchachos, buena la celebración, pero desde mañana a trabajar para hacer de todo esto algo profundamente inolvidable”.

 

Y así lo hicimos. Cada uno a su manera y en su espacio. Poco sabíamos que nuestras vidas cambiarían después de una manera trágica y dolorosa alejándonos tal vez para siempre de nuestro terruño. Pero eso es otra larga historia, en la cual nunca nos hemos sentido derrotados y así se los hemos comunicado a nuestros hijos y nietos. El legado de Allende aún vive en nuestras vidas y las del resto de nuestra América y el mundo, y por eso dentro de nuestro corazón cada cierto tiempo sale un grito que dice: “Viva Allende, jamás te olvidaremos Chicho”.