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Boletín de información comunitaria

Consejo de Desarrollo Hispano
Boletín 42. Febrero 12, 2021

Los niños, la tarde

por Jorge Etcheverry *

Tenemos tiempo en verano y también en invierno. Para pasearnos por arriba de las tapias. Para columpiarnos de una cuerda amarrada al palto, para echar a navegar buques de papel en la artesa. Para jugar al luche, al paco ladrón, al almacén y a la casa. Cuando ellos juegan al trompo nos vamos para otro lado y ligerito nos pesca la mamá y nos hace jugar a la casa lavando los platos de verdad, mientras nos cuenta cuentos, nos inventa cantos. Cuando nos subimos a la micro sale escapando un gato antes que ellos lo agarren. El negro una vez tomó un gato, le echó parafina y le prendió fuego. Cómo corría el pobre gato. Cuando el perro se comía los huevos no había palo ni puntapié que lo parara. Salía abriendo y en la noche se ponía a rascar la puerta y a aullar-auuuuu para que le abrieran cuando estaba puesta la tranca. Nosotros nos acostamos temprano, primero comemos cocho o lentejas que no le gustan a la flaca y la mamá le hace comer cada cucharada y se la va empujando a cucharazos. Cuando la grande se puso colorete la mamá le pegó con un tronquito corto, de esos para la leña. Todas las otras cabras son medio putas acá arriba y salen con cabros ricos, del bajo, que las vienen a buscar en auto. Se ponen polvos y colorete pero no se ven bonitas, les queda como por encima, como los empolvados llenos de moscas de la vitrina de Arquero. Se balancean y casi se caen con los zapatos con taco. Nosotros andamos buscando las revistas de monos por todas partes en la calle y le sacamos los libros al viejo, que lo tenemos que hacer escondidos, porque la mamá dice que son cosas del diablo. El negro se arranca al cine en la tarde, en vez de trabajar en el taller y la mamá no se da cuenta, cosiendo como está siempre en la máquina. El negro se arranca por la ventana en la noche a la Armonía y los viejos le hacen cantar la pulguita y le dan plata “Cuando uno se rascá, es porque le picá, porque le molestá, alguna pulguitá". Juega a las cartas y fuma escondido. La vieja de la otra cuadra siempre lo llama y conversa con él en la puerta (ya está más grande). Le da pan, otras cosas ricas, higos con nueces, presas de pollo. El negro dice que quiere ser marino. O tener harta plata, irse a otro país. El negro está trabajando en la mina, llega terneado y baila con la flaca cuando llega de Santiago los veranos. Compra trago y se lo toma en la pieza. Lo vienen a buscar unos cabros del llano, bien malacatosos.

 

Tenemos bastante tiempo en la noche, porque no nos podemos dormir. Para acordamos de todas las cosas antes de quedarnos dormidos. El cuñado fuma y lee antes de dormirse. Cuando me acuerdo se me mezclan las cosas y me duermo ligerito. Y nos despierta en la noche algo en la garganta que es como el sarro de los fierros del taller, como la herrumbre de los autos antes de ponerle el zarcón. Es un poco la humedad y el salitre como una espuma blanca en los rincones. Las estaciones se acercan por nuestros huesos sobre todo por las manos y, por las manos primero por los índices, luego suben por el dorso del brazo. Se asentaban por las rodillas y explotaban en el cielo impidiéndonos casi caminar, haciéndonos quebrar la loza y escribir con esfuerzo. La gente dice que nos faltaba leche por ese entonces. Cuando Guayacán estaba hecho un montón de hoyos y la gente compraba el té y la sal por cucharadas, las papas de a una y los cigarros sueltos. Siempre salía pescado. Cuando las vacas eran flacas el pescado no faltaba. Una varazón grande se produjo hace mucho, cuando bajaron del Norte los pirquineros. Aun hoy en día, el pescado no se deja pagar en plata, sino en huesos pulverizados, en tos, en alegría y brillo de escamas. Nosotros somos niños. Nos dedicamos a jugar al luche en la vereda de tierra, remontamos chonchones y pedimos el pan en la casa. O nos echamos sobre la tierra tibia del patio, durante un tiempo incontable, dejando a la enorme mañana estirarse sobre las cabezas, o nos ladeamos con los ojos cerrados de vértigo, asustados de caer al cielo.

 

Ahora el sol batirá los cerros si no está nublado y saldrá algún tipo de las caleras como un fantasma, a fumarse un cigarro, tosiendo, babeando, a punto de sofocarse. Se verá algún barco que pasa lejos o pasarán las gaviotas de nuevo por arriba de las cabezas. El pito del tren atravesará el cielo rumbo al este y al oeste, perdiéndose en el mar donde un buzo encontró unos barriles cerrados con unos cuerpos adentro y apareció muerto a los pocos días con un balazo en la cabeza. A lo mejor el tren está parado. Ya no tiene razón de ser, ni carga ni pasajeros que llevar, ni personal que lo reciba en la estación, mientras los cabros chicos juegan al tren caminando por los rieles haciendo uuuu-uúu, lo mismo que nos despertaba cada mañana.

 

Y somos chicos, y se empinaba el cerro, no mucho, y el viejo iba adelante, callado, con un palo y una hoja de ruda en la boca. Atrás nosotros, los mocosos, en bandada. Un hermano con la pava el otro con la bolsa del pan. Nosotras con la bolsa para recoger la hierba, medio cansadas, recogiendo las flores chicas —no me acuerdo el nombre— recogiendo piedrecitas y huesos de pato. Hace como cincuenta años se vinieron volando del Perú, enfermos, cayeron como un granizo negro. Se encuentran los huesitos que son muy flexibles y los cabros hacen barcos y casas. Se doblan fácil. Pasando la cuesta del Panul aparece de nuevo el mar y el tren pasa por atrás de nosotros úuuúu-úuu el mismo sonido que nos despierta ahora en la mañana junto con el grito de la vieja de las machas "Maaaachaas" o el llanto de La llorona que pasa coronada de flores secas, arrastrando huiros. Las caleras se abren negras y pintan de tiza —la que se respira en el liceo— las rocas, las matas de salvia a la que todavía no llegamos. Los otros niños acarrean la leña, el carbón. Uno lleva el bidón de la parafina. La salvia verdea un poco más arriba y son las once de la mañana.

 

“No, no mucho. Sí, sí, un poco. Después de la varazón grande. Se ha mantenido barato. Con unas pocas papas y un poco de harina. No falta donde conseguir un puñadito de té. Unas sardinitas o un blanquillo. Micro no se toma. La luz no se usa desde antes. Hace como quince años la misma cosa. No se pudieron venir de las oficinas porque no tenían plata para el pasaje. No, lo cortaron a comienzos de año. Cada día echaban a unos cuantos. No, estaba tomando poco ahora”.

 

Porque se empezó a poner mala la cosa, sobre todo aquí que nunca ha sido buena y no llegaban autos al taller y los niños se andaban todo el día de acá para allá moviendo los brazos, jugando con las herramientas, doblando las tapas de las pílsener con los dedos, armando por las tardes su canchila de rayuela, bajando al centro y volviendo a subir, despacito, echando puteadas, mientras la mamá se pasaba en la cocina tratando de hacer guisos con papas, con cebollas, con harina y yo no tenía para comprar el clordiazepóxido para mis huesos que me fregaban como nunca, ni el belladonal para poder dormir. Y empezaban los cabros chicos a quedarse otra vez en la casa, porque no tenían zapatos para ir a la escuela. El Raúl recién casado se quedaba en la pieza de malas pulgas y salía en la mañana bien terneado, el pelo brillante y el diario bajo el brazo a buscar pega y llegaba en la noche callado y comía callado, mordiendo el pan con rabia y un día sin decir agua va se mandó a cambiar a la Argentina.

 

“No, ya no va al colegio. Está entregando pedidos donde Arquero. Las cosas que tiene que ver una. Hace como quince años era parecido, pero nunca así. Claro, esta zona siempre ha sido pobre, pero nunca como ahora. No tenemos ni para estampillas. Están bien allá. Por lo menos comen y tienen donde dormir. Mi consejo es que se vayan los que se puedan ir”.

 

La noche anterior se fue a mi pieza y me comenzó a hablar del tiempo, de lo mala que estaba la cosa y de que la mujer esperaba para dentro de siete meses y le dije que desembuchara nomás que para eso estaban los hermanos, pero siempre nos tenían vergüenza a nosotras las mujeres, sobre todo a mí la única universitaria y antes cortarse una mano que pedirnos plata.

 

“Está lleno de azulillos, han salido temprano este año. Nunca hizo tanto calor que yo me acuerde. Ya no quedan añañucas casi. No hay mucho ambiente para la Pampilla”.

 

Pero estaba el asunto de la señora y la cría por venir y yo era mal que mal profesora y tener un sueldo era cosa de suerte, cuando todo el mundo andaba cesante. Le pasé todo lo que tenía de chiches y sin decir nada se las echó. Andaba con unos ojos espantosos. Al día siguiente debió salir o muy callado o muy temprano, nadie lo vio. Ahora para lujos no tiene y no puede mandar un cobre a la casa, pero para eso estamos nosotros, y para los viejos parados o las señoras que pasan a pedir está mi mamá otra vez como cuando se dejaron caer los salitreros en bandada del Norte, me contaba, con la voz finita, y nunca faltaba una silla en la cocina, un pedazo de pan o unos porotos con tallarines para llenar un tarrito. Ya debe venir llegando el bus al empalme, muchos tipos esperando en la oficina, cargados de maletas, las señoras sentadas en las gradas y esa humedad que espesa el alquitrán en los bronquios y los cabros sentados en la orilla de la vereda y la voz gutural del viejo poco acostumbrado a hablar. “Sálganse de ahí niños”, como por cumplir una obligación, como un gringo venido a menos, de los de antes, buscando frutas, buscándose unas monedas para ver si le alcanza para comprar alguna y pensando desde hace años en comer palmitos, desde que leyó el Diario del Ché. “Pobre viejo”, es la mamá otra vez, mientras yo me quedaba en la casa, sentada en la cocina leyendo El Conflicto de los Siglos, donde aparece la Ciudad Cuadrada, la Nueva Jerusalén que se nos está yendo de las manos mientras los niños trabajan en el taller, rompiendo los autos y volviéndolos a armar como si fueran de papel, levantando un tren delantero mientras cantan boleros y ya no puedo seguir leyendo.

 

Y ahora estará Raúl en la Argentina, viviendo en una pieza cuatro por cuatro, otra pieza al lado para la mujer y el chiquillo, trabajando una jornada de diez horas y los fines de semana irá los sábados a la Sociedad de Jóvenes a cantar en el coro, a boxear o a jugar pichanga, siempre se las ingeniará para eso. La pieza será muy ordenada. Tendrá unas pocas cosas y un espejo y una peineta. Él andará siempre sonriendo, con la nariz firme, los ojos grandes, medio amarillos, como de gato, como cuando chico, siempre limpio y sonriente. Trabajando en la panadería, yendo a la iglesia, organizando más tarde juegos para los cabros más chicos, nadando en la playa o corriendo por la orilla para lucir los músculos ante las cabritas. Leyendo de noche los tomos de la Enciclopedia Salvat, trabajando por la religión en todo lo que no fuera el aguante, el físico, las carreras que pega de repente como conejo, las peleas en bromas con los hermanos, que los hacen sobarse los brazos, porque Raúl tiene los huesos duros como piedra. Nada del carácter maldito del Negro, siempre tomando, hablando de lo que va a hacer, irse a una isla desierta a vivir de lo que se pesque por ahí, o se recoja, o lo que va a pasar cuando se lo lleve a los Estados Unidos el amigo que tiene allá. Gastándose la plata en el juego y jugando en la misma casa al Tele, al Poto Sucio con los cuñados o haciendo interminables solitarios encima de la cama. Rascándose los costurones que le dejaron en la cabeza las piedras de los otros cabros, los palos de la mamá, que no lo pudo amansar.

 

No es tampoco como el grande, el Indio, que llora cuando ve a los hermanos después de un tiempo largo, que habla poco y es medio ronco. Ni como el Lalo, bueno para la talla y que parece un seminarista, que pinta los domingos y trabaja en Gildemaister. Y nosotras, siempre por aquí y por allá, jugando al luche, después casándonos, teniendo chiquillos, cambiando de pueblo o yéndonos a la capital, porque aquí no se da la vida para ssustentar a la gente que va naciendo y creciendo. Tratando de llegar a la casa, que se está cayendo a pedazos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, para sentamos en la cocina a esperar el cuáquer cocido o la polenta, o tomar un tecito o una agüita de salvia. Mientras los cabros más grandes se nos tiran por la espalda y los más chicos se arrastran por el suelo, llorando, todos mocosos, y los gatos y los perros tratan de entrar por la puerta o la ventana.

 

Y todavía estará el viejo arquero sentado en una silla de paja afuera de su boliche, medio hundido en la vereda, el boliche, de puro viejo. Se lleva a la boca un cigarro de hoja con la mano tiznada, vende carbón. No se le ven los ojos en la cara plisada y encandelillada, de puro viejo, rodeado de sus interminables familias de gatos negros, con las costillas de arpa, que patea cuando se le pasan ronroneando por las piernas y que busca como loco cuando se le pierden.

 

*    Jorge Etcheberry, poeta chileno residente de Ottawa, Canada
La Cita Trunca