¿Por qué será que somos pobres?
4 February 2022
por Alberto Juan Barrientos
¿Dónde
está la salida?
La
sociedad humana ha transitado un largo camino desde la división
social del trabajo, punto de inflexión que marcó la ruta de nuestra
civilización hacia etapas socioeconómicas más avanzadas, pero
también hacia la disparidad entre los estratos y clases de cada
sociedad.
Desde
una comunidad primitiva, donde sólo la unidad de objetivos y el
esfuerzo colectivo lograban la supervivencia de la especie, los
humanos mutamos convirtiéndonos en seres excluyentes. Nos
obsesionamos no ya en subsistir sino en acumular riqueza y en
preservar cierto estatus de dominación que asegurara el futuro de
nuestros descendientes en las próximas generaciones.
En
cada formación económico-social, comenzando por el esclavismo, una
clase detentó el poder económico y por ende el político, generando
un statu quo que se implantó por la fuerza de la costumbre en la
psique colectiva. Esclavistas, señores feudales y potentados
capitalistas ejercieron una dominación opresiva sobre los pueblos,
que constituyeron la fuerza productiva de cada época. Y en todas
ellas hubo revoluciones, rebeliones e intentos de cambio de las
estructuras políticas con sus consiguientes ajustes de poder,
redistribución de la riqueza y acceso a sus beneficios. La historia
de la humanidad ha sido esa por cinco milenios, según los datos
recogidos por antropólogos, historiadores, sociólogos y otros
estudiosos de nuestra evolución.
Analicemos
entonces dónde nos encontramos como especie en los inicios del siglo
XXI.
El
mundo de hoy, con nuestra especie a la cabeza y una abrumadora
tecnología capaz de situar un robot explorador en Marte, sigue
marcado por la disparidad social.
A
pesar de los paliativos aplicados, de los intentos de algunas
sociedades avanzadas por establecer modelos socioeconómicos más
justos e inclusivos, la desigualdad a nivel global continúa
mostrando niveles estratosféricos difíciles de aceptar.
Es
cierto que el capitalismo imperante en la Europa del siglo XIX, aquel
que por su crudeza pariera una filosofía marxista bien radical para
su tiempo, evolucionó sustancialmente en la siguiente centuria. No
obstante, no por ello dejaron de existir agudas diferencias en cuanto
al desarrollo humano, económico y social en diferentes regiones del
globo terráqueo.
¿Dónde
está el 1%?
De
la misma manera, que el 1% de la población del planeta poseen el
doble de la riqueza que atesora el otro 99%, los Estados Unidos y
Europa disponen del 50 % de la riqueza global dejando la otra mitad
al resto del mundo. Según el Credit
Suisse Global Wealth,
en el 2020, el 1 % de los núcleos familiares más ricos acaparaba el
43 % de la riqueza global, mientras el 50 % de las familias menos
solventes solo accedía al 1% de ese mismo total.
Es,
sin embargo, en los países del llamado Tercer Mundo donde la
desigualdad social tiene sus abismos más aberrantes. Y donde el
impacto de la pobreza genera un verdadero peligro a mediano plazo
para las sociedades locales.
En
Europa, Estados Unidos, Australia Canadá y Japón (pudiéramos
hablar tal vez de las 20 naciones más industrializadas) existe una
acumulación de capitales impresionante en manos de un exiguo 5% de
la ciudadanía. En estos países la clase media (e incluso la clase
trabajadora) gozan de beneficios sociales y perciben dividendos de la
producción general, lo que les permite un estándar de vida alto, si
se compara con el resto del mundo.
En
cambio, en los países subdesarrollados y especialmente en los más
atrasados de África, América Latina y Asia, la clase media está
mucho más distante de la cúpula económica mientras la clase
trabajadora, sumida en una pobreza nominal o real, se halla a años
luz de las élites locales.
El
análisis de ciertos datos puede darnos una idea clara de lo que
significa la pobreza, o la marginación de una buena parte de la
población mundial con respecto a la distribución de la riqueza. De
acuerdo con el Banco Mundial, la mitad de la población laboral
activa del planeta gana menos de $ 5.00 USD por hora de trabajo, y el
9% se halla en condiciones de extrema pobreza recibiendo menos de 1,6
euros al día. En el caso del Asia meridional, esta categoría aplica
al 5% de la población.
En
2017, el 24% de la población mundial accedía a menos de $ 3,20 USD
al día. Entre los sesenta países con el índice de exclusión más
alto, la gran mayoría se ubican en África y Oceanía.
La
pobreza además no es sólo medible en términos cuantitativos. La
educación, los servicios de salud, una alimentación adecuada y la
participación en la toma de decisiones económicas y políticas son
también indicadores a tener en cuenta.
Bajo
ese presupuesto, podemos decir que una inmensa mayoría de los
pobladores de nuestro planeta son pobres. Incluso para muchas
familias donde los proveedores del sustento han logrado asegurar
alojamiento y alimentación estable a sus familias, el acceso a los
servicios de salud es imposible. Cualquier situación de emergencia
para ellos, como puede ser una hospitalización o una intervención
quirúrgica, consume sus ahorros y su crédito, dejándoles
incapacitados de afrontar los gastos regulares de vida. Asimismo, la
precariedad económica de millones de adultos en el Tercer Mundo
provoca que sus hijos, movidos por la necesidad de ayudar, se
incorporen antes de tiempo al mercado laboral, abandonando los
estudios. Sin alcanzar conocimientos cada vez más necesarios para la
obtención de trabajos bien remunerados, estos adolescentes caen en
un ciclo de supervivencia que no les permite salir de la pobreza en
su adultez.
¿Mucho
peor para la mujer?
La
desigualdad social tiene también un elemento sexista. Las diferentes
civilizaciones, por milenios, practicaron un esquema de diseño
social que se basa en la preponderancia masculina. Y esto no sólo se
refleja en las posiciones cimeras dentro del mercado laboral o la
política, sino también en la remuneración por el trabajo
realizado.
Históricamente
y hasta el día de hoy, las mujeres perciben pagos más bajos que los
hombres por igual labor y les cuesta mucho más tiempo y sacrificio
acceder a posiciones de liderazgo, aun teniendo el mismo rendimiento
y capacitación que el sexo opuesto.
Según
las estadísticas globales, los hombres detentan un 50% más de
riqueza que las mujeres. Solo el 18% de los ministros, 24 % de los
parlamentarios y el 34 % de los “managers” en el mundo son
mujeres. Por otra parte, el fenómeno cultural y ancestral que ha
asignado a las mujeres el cuidado de los hijos menores y ancianos, en
el marco de la dinámica familiar, les ha puesto en situación
desventajosa en términos de superación profesional debido a
limitaciones de tiempo.
A
nivel global, debido a la responsabilidad familiar no pagada que
ejercen las mujeres, el 46% de ellas en edad laboral permanecen
desempleadas lo cual contrasta con un 6,5% de los hombres. Ellas
engrosan la casi totalidad del mercado de empleo doméstico, pagado
tradicionalmente con salarios más bajos y muchas veces insertos en
esquemas informales, donde no existen beneficios o protección legal.
¿Dónde
está la salida?
Habiendo
comprendido la realidad de nuestro mundo en cuanto a equidad social,
y entendiendo cuán lejos nos hallamos de un modelo ideal, si de
posiciones humanistas se trata, analicemos brevemente cual sería el
camino hacia la solución.
Al
analizar los mecanismos que permiten a una sociedad moderna
establecer patrones de igualdad social, vemos que la práctica ha
demostrado la validez de algunas vías por encima de otras. Se trata,
fundamentalmente, de cuál enfoque aplicar. Si uno basado en la
utopía de que el mejoramiento humano “total” es posible,
eliminando el egoísmo instintivo que la naturaleza dejó en nuestro
ADN, u otro basado en un mejoramiento “parcial” pero justo, que
no llegue a negar la individualidad y variedad de nuestra especie.
La
primera fórmula, la de crear un hombre nuevo desprovisto de egoísmo,
inserto en una sociedad donde no hay ricos ni pobres, una comunidad
donde la propiedad es totalmente colectiva y no puede haber
explotación del trabajo ajeno, se intentó ya por un siglo sin éxito
duradero. El llamado socialismo real, nacido del marxismo y luego
alimentado por disímiles tendencias que apuntaron todas a la
autocracia estatal, fracasó a pesar de ciertos logros innegables en
materia de igualdad social. Este modelo no logró su adultez debido a
que económicamente era ineficiente y, sociológicamente, era utópico
al querer variar la individualidad intrínseca a la naturaleza
humana. La experiencia de la URSS y el bloque comunista europeo
avalan bastante bien esta tesis.
La
segunda opción, el mejoramiento parcial pero avanzado de los humanos
que hacen funcionar una sociedad, parece estarse logrando con mejores
resultados en los países nórdicos. Estas naciones nos presentan un
modelo de capitalismo social eficiente, con alta productividad y
competencia de mercado, pero con un sistema impositivo que permite
grandes prestaciones sociales. Los impuestos progresivos, que pueden
llegar a ser muy altos para los capitalistas más ricos, frenan la
acumulación desmedida que vemos por ejemplo en Estados Unidos;
mientras la voluntad política destina los fondos financieros
resultantes a una extensa infraestructura de servicios públicos y
beneficios sociales. En esta región, sencillamente, no se puede ser
tan rico ni se llega a ser tan pobre como ocurre al otro lado de sus
fronteras. La educación socializada y eficiente establecida en estos
países, por su parte, ha logrado una cultura colectiva de igualdad
que avala el mecanismo.
Finalmente,
hay otra dirección en este sentido, una bastante común en las
políticas de derecha que la praxis se ha encargado de desenmascarar.
Algunos gobiernos de países con economías fuertes han intentado
disminuir los impuestos a las megacorporaciones, amparados en la
teoría de que así estas generarían muchos puestos de trabajo y el
empleo masivo elevaría el nivel de vida de la clase trabajadora. Una
y otra vez, desde las campañas neoliberales de los ochenta en el
pasado siglo hasta la era Trump, se ha demostrado que estas políticas
terminan haciendo más ricos a los privilegiados y más pobres a
buena parte de los marginados. Aun creciendo, las economías bajo
este modelo lo hicieron sobre la base de mayor desigualdad social, de
la ampliación de los abismos entre las clases sociales.
Hay
quienes dicen que la batalla fundamental de nuestra especie es por la
supervivencia del planeta, cuyo clima estamos destruyendo debido a la
avaricia y la ignorancia. Cabe preguntarnos, sin embargo, si además
de salvarlo no debiéramos transformarlo en un lugar más equitativo
y por ende más feliz en el sentido colectivo.
Fuentes
*Espada de Damocles: Amenaza persistente de un peligro
Artículo: Distribución de la Riqueza Mundial ( https://elpais.com )