¿Por qué la pandemia no se termina?

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Boletín No 106, Toronto, 22 de Julio de 2022
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¿Por qué la pandemia no se termina?

Boletín Línea Uno 106 Informativo y cultural - Consejo de Desarrollo Hispano / Hispanic Development Council - Toronto - Canada
22 July 2022
por Alberto Juan Barrientos

 
La pandemia de COVID-19 ha traído muchas lecciones para la humanidad del siglo XXI. Quizás las más relevante haya sido la demostración de cuán vulnerables y, a la vez, cuán innovativos somos como especie. Por un lado, un enemigo microscópico ha logrado trastocar el funcionamiento de cuanta sociedad habita el planeta, infectando y matando a millones de seres humanos.

Por el otro, los avances de la ciencia y la tecnología han llegado a fases tan avanzadas que, cinco veces más rápido, se produjeron varias vacunas efectivas contra el virus. Hoy, a pesar de hallarnos inmersos todavía en esa batalla contra la mismísima naturaleza, se diría que el peligro de exterminio masivo que muchos temían es cosa del pasado.

Ninguna de estas aseveraciones, sin embargo, es una verdad absoluta. Dependiendo de la geografía en que nos encontremos, las experiencias de la pandemia, su impacto y las perspectivas de controlarla varían substancialmente. Para algunos, esta terrible situación no representa más que una variante del destino adverso en el que ya transitaban sus vidas.

Similitudes y diferencias

Aun cuando los efectos de la infección viral y las medidas para combatirla fuesen estándares, hubo y hay variaciones según la región, país y estrato socioeconómico en que se ubique una persona infectada. Para comenzar, podríamos decir que las medidas de aislamiento, que tan efectivamente funcionaron en condiciones urbanas favorables, fueron desastrosas en los arrabales de la Ciudad de México, los barrios de Johannesburgo o las favelas de Sao Paulo, por citar algunos lugares. El hacinamiento característico de estas urbanizaciones pobres y atrasadas, en términos sanitarios, no logró otra cosa que incrementar el contagio de los “aislados” e incluso la aparición de otras enfermedades transmisibles.

Sin un sistema integral de salud con atención primaria en esas comunidades superpobladas, lejos de limitar la transmisión del virus, éste se propagó con velocidad exponencial. Y se incrementó la presencia de enfermedades endémicas no relacionadas con la COVID, producto de la explosión repentina de la densidad poblacional en estas zonas marginales.

No hace falta irse tan lejos para comprobar esta realidad. En Toronto, la comunidad Latino Hispana, por las condiciones de vivienda y el tipo de trabajo, está siete veces más expuesta a contagio y a enfermarse de gravedad.
En cuanto al factor de la transmisibilidad del virus, queda claro que las actitudes y las conductas humanas son determinantes en la extensión del contagio. Y esto, obviamente, aplica a todos los estratos socioeconómicos. Es por ello que, en países desarrollados como Italia, España o Portugal, e incluso los Estados Unidos, la demora en tomar medidas adecuadas de aislamiento y protección personal generó un elevado número de contagios y muertes. Pero no cabe la menor duda de que ante las olas masivas de infección, pudieron salvarse muchos más individuos per cápita en Roma, Madrid, Lisboa o Washington que en Lima, Quito y Sao Paulo.

Los sistemas de salud del primer mundo hicieron frente a una situación caótica, inimaginable, a una pandemia global que no se experimentaba desde hacía cien años, pero tuvieron a pesar de todo la infraestructura indispensable para salvar a muchos más afectados que los que se salvaron en los países subdesarrollados.

El atraso en el desarrollo socioeconómico, e incluso la inestabilidad política y los conflictos armados, marcaron una diferencia visible en cuanto al número de infecciones y el porcentaje de supervivencia a la misma en diferentes regiones y países.

A pesar de que en los países primermundistas (en especial los europeos) se infectó entre un 30 y un 50% de la población total, el porcentaje de muertes con respecto a las infecciones se mantuvo entre un 0,4% y un 0,8%. Sólo los Estados Unidos alcanzó un nivel más elevado dentro de ese grupo, llegando a un 1,14 %.

Al analizar los países del Tercer Mundo con poblaciones más o menos extensas, vemos que el porcentaje de muertes se eleva al rango de entre 2,5% y 5% (tal es el caso de Colombia, México, Indonesia, Perú, Bolivia, Honduras, Argelia, Afganistán y Siria entre otros), llegando en el caso de Sudán al 7%.  Las cifras son evidencia clara de que la disparidad en los recursos, tecnologías médicas o sistemas de salud pública de diferentes países definió las posibilidades dispares de supervivencia de las personas infectadas.

Incluso dentro de los países desarrollados, los privilegiados de las clases más altas tuvieron siempre un mejor chance. Donald Trump, quien alardeaba de no temer al virus, considerándolo por mucho tiempo fruto del alarmismo de la izquierda, terminó infectándose con COVID. El presidente americano, sin embargo, pudo gozar de una atención médica exclusiva donde se utilizaron retrovirales en fase de experimentación; los que no solo le salvaron la vida, sino que le pusieron de vuelta en la oficina oval en menos de una semana. Habría que ver si hubiese sobrevivido, a sus 75 años, siendo atendido en un hospital regular de Bogotá. Lo mismo sucede ahora con Joe Biden, con 79 años y recibiendo desde el inicio de la enfermedad su dosis del antiviral Paxlovid.

Tomando un enfoque puramente económico, podríamos señalar también grandes diferencias en el impacto de la pandemia, lo mismo por regiones que por clases y sectores sociales.

Las personas que se encontraban ya en el entorno de los límites de pobreza no podían disponer de ahorros o bienes patrimoniales con los cuales paliar la pérdida del sustento esencial, de sus ya paupérrimos salarios o ingresos en el sector laboral informal. Esas familias, y se conoce que fueron muchas, se convirtieron en “pobres de solemnidad”, similares a los “proletarios del siglo XIX europeo”, especialmente en los países subdesarrollados, donde los gobiernos no aplicaron políticas de ayuda o subsidios masivos que sacaran a flote a los afectados.

Incluso en poderosos países como Estados Unidos, la inyección de capital masivo fue destinada a las grandes corporaciones, so pretexto de que había que salvarlas pues eran las fuentes de empleo de millones de personas. Como ocurriese durante la crisis financiera del 2008, sobrevivieron muchas más megacorporaciones que pequeños y medianos negocios.

Cabe destacar el caso de Canadá, que decidió enfrentar un futuro déficit fiscal elevado a costa de ayudar masivamente a la clase media y trabajadora en los peores momentos de la pandemia, logrando cierta estabilidad social con vistas al futuro, siempre y cuándo el Estado no se retire de la protección de la población más vulnerable.  

Diferencias por género

En términos de género, los estudios realizados por el Banco Mundial y algunas entidades adscritas al sistema de Naciones Unidas han revelado que las mujeres sufrieron mayores pérdidas de empleo e ingresos, mientras los hombres sufrieron un mayor número de muertes por infección del virus.
Según estos estudios, entre abril y junio del 2020 las mujeres tenían una probabilidad del 36 % de perder su trabajo, en comparación con un 28% para los hombres. Y en América latina, en igual periodo, las mujeres tenían casi el doble de posibilidades de quedar sin trabajo con respecto a los hombres. Asimismo, debido al estrés producido por la inseguridad, el aislamiento y otros factores, hubo un notable incremento de la violencia doméstica (de la que son víctimas fundamentalmente las mujeres y niñas). En encuestas realizadas en Indonesia durante el 2021, por ejemplo, se detectó un incremento del 83% de situaciones violentas en los hogares encuestados.

Vacunación desigual

En cuanto a las vacunas, cabe señalar que la ciencia del siglo XXI se ha vestido de gala, salvando posiblemente la vida a decenas de millones de personas. Pero este logro sin precedentes no ha tenido un efecto balanceado en todas la geografías.

En los países desarrollados se ha vacunado un 75% de la población, mientras que en las naciones en desarrollo sólo lo ha hecho un 7%. A pesar de que la OMS ha lanzado una campaña global, aunando esfuerzos y recursos e involucrando a organismos internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) no debe olvidarse que son las grandes trasnacionales farmacéuticas quienes producen las vacunas.

Y al margen de alguna que otra donación, o de las compras realizadas con el presupuesto colectivo de organismos internacionales de carácter humanitario, su distribución es un negocio lucrativo cuya esencia es obtener mayores ganancias.

Dependiendo de la voluntad política de los gobiernos y de sus fondos disponibles para comprar las vacunas, es que llegan las preciadas ámpulas a cada clínica de vacunación en cada región o país. Es obvio entonces que el gran déficit se localiza en el Tercer Mundo, donde a pesar de los esfuerzos y los 6,3 billones de dólares administrados por el Banco Mundial para estos fines, sólo el 7% de la población ha sido inmunizada.

Aunque no sólo se trata de distribuir las vacunas, sin sistemas de salud avanzados, masivos y especializados, las campañas de vacunación encuentran trabas prácticas y burocráticas que impiden alcanzar los objetivos. Así ocurre principalmente en África y en algunas regiones de Asia o América Latina. Este fenómeno de la incapacidad organizativa incluye, además, un factor colateral que es decisivo en la implementación de los programas de vacunación: la educación.

Sin una población educada, bien informada y sin medios de comunicación efectivos que alcancen a todos los sectores sociales, se dificulta la inmunización colectiva. Otra vez la disparidad sale a flote en este sentido, pues hay una marcada diferencia entre los niveles de educación y la infraestructura educacional de la que se dispone en el polo desarrollado y la que atesora el Tercer Mundo.

Según el Banco Mundial, 9 de cada 10 países han identificado a la población destinataria de las vacunas, sin embargo, sólo la mitad ha puesto en marcha planes educativos que alcancen a los necesitados y les informen de sus opciones.
En general, la pandemia del COVID-19 ha creado un caos a nivel internacional.  Las tasas de desempleo se dispararon en 2020 por todo el globo terráqueo y, aunque hay señales de recuperación, esta es todavía lenta e insuficiente. Según estudios del FMI, la economía mundial se contrajo ese año en un 4,4%. Y según el Banco Mundial, producto de esta situación, la pobreza extrema aumentó en el 2020 por primera vez en veinte años, sumándose 100 millones de personas a esta categoría socioeconómica.

La deuda externa de las economías en desarrollo alcanzó el nivel más alto de los últimos 50 años, y tanto en la recuperación económica como en la inmunización de la población, los países pobres han quedado evidentemente rezagados. Las causas ya se han explicado, no así las consecuencias.

En un mundo globalizado como el nuestro, cuyos mercados están necesariamente interconectados, el presente escenario no va a generar ganadores y perdedores. El comercio transnacional, tanto como la producción de bienes y servicios globales se compone siempre de dos polos, uno que entrega y otro que recibe. Basta con que uno de ellos se quiebre en su estructura o funcionamiento para que la relación desaparezca.

Si un destino turístico en el Sur no tiene mano de obra para dar los servicios requeridos, la industria emisora del Norte no podrá lucrar enviando a sus clientes a vacacionar en climas más cálidos. Si los fabricantes baratos de Malasia no pueden elaborar los productos que se venden en Francia e Italia, los consumidores habituales de Paris y Roma verán incrementarse por mucho el costo de sus vidas.

Si la pandemia no se termina en todo el planeta, no habrá ganadores ni perdedores, todos saldremos perdiendo. Es por tanto de interés para toda la humanidad que los rezagados salgan adelante. Habrá que ver si los países más beneficiados lo entienden.







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