El uso de la energía y el futuro de la humanidad
21 September 2022
por Alberto Juan Barrientos
El
cambio climático y su impacto en nuestro planeta ha sido un tema muy
discutido y polémico en las últimas décadas. La comunidad
científica, más preparada para evaluar el problema en términos de
medición precisa e irrefutable, ha declarado el hecho un verdadero
peligro a largo plazo para la sostenibilidad de la civilización
humana.
Los
detractores de la tesis que describe el deterioro de la naturaleza,
en este punto de nuestra historia, ya no cuestionan
siquiera
la existencia del mismo, sino que minimizan su impacto y lo catalogan
de inevitable.
Entre
los intereses
que
se resisten a reconocer el peligro de la sobreexplotación de
recursos naturales, surgen
las
grandes industrias
y corporaciones mundiales,
cuyo capital acumulativo depende,
directamente,
de
la extracción y del procesamiento de
dichos recursos.
En este contexto, aparecen
algunos políticos,
muchas veces comprados
por el lobby
industrial,
quienes ponen su visión e interés en los bolsillos más que en el
futuro de sus descendientes.
Y
para finalizar,
estamos
todos nosotros
en tanto consumidores
del producto elaborado,
que pagamos cada vez más por bienes y servicios, sin cuestionarnos
que quedará para las generaciones futuras una vez que
se
haya degradado la naturaleza del planeta.
Entre
los principales contaminantes de la atmósfera y su capa de ozono,
cuya función de protección de la radiación solar es indiscutible,
los vehículos
automotores
ocupan un lugar importante. Después de la generación de energía
eléctrica usando combustibles fósiles, el transporte automotor
podría ser el segundo responsable del deterioro de nuestro escudo
protector y del aire que respiramos, especialmente en las zonas
urbanas del planeta.
Siendo
ese
medio de transporte un
bien de consumo extensamente utilizado por
los
humanos,
quizás
uno
de los más usados en la vida diaria, muchos gobiernos han comenzado
a pensar en una estrategia de desarrollo de vehículos menos
contaminantes.
De
momento, los autos eléctricos parecen ser la mejor solución al
problema; es por ello que
tanto
en Estados Unidos como en Canadá se comienzan a dar los primeros
pasos hacia la reconversión de la industria automotriz. El futuro de
los automóviles parece inclinarse hacia
la
eliminación de los combustibles contaminantes, que deberán ser
sustituidos por baterías con cero emisión a la atmosfera.
En
el marco de esta nueva estrategia, el senado de los Estados Unidos
aprobó una nueva ley federal que favorece la producción de
vehículos eléctricos en el territorio nacional, así como la
importación de otros similares producidos en México y Canadá
(signatarios también de un acuerdo de libre comercio tripartito, que
sufrió algunas modificaciones en la era Trump).
Asimismo,
el primer ministro de Canadá ha declarado recientemente que su país
se propone dar pasos más osados y llamó a implementar una
estrategia radical dirigida a disminuir el consumo de combustibles
contaminantes. En este sentido, el líder canadiense apuntó que no
se trata sólo
de moverse hacia el mercado de autos eléctricos, sino de disminuir
en general el uso de automóviles y comenzar a utilizar más los
medios de transporte públicos de baja emisión o, incluso, de
regresar cuando sea posible a los métodos primarios de traslado
humano, como andar en bicicletas o a pie.
Sin
embargo, las iniciativas verdes no son tan sencillas de aplicar ni
tan limpias como se las
ha descrito
hasta ahora.
Estudios recientes demuestran que la producción de estos “autos
eléctricos” traen consigo otros daños colaterales al medio
ambiente y que la solución no es
tan
limpia como se pensaba.
Los
vehículos eléctricos se mueven utilizando baterías, cuyos
componentes minerales
interactúan
químicamente liberando una energía que, en su fase final, se
transforma en movimiento mecánico. Estos minerales, entre los cuales
se encuentran el litio, el cobre, el cobalto, el platino y el
paladio, deben ser extraídos en minas casi siempre a cielo abierto,
ubicadas muchas veces dentro de ecosistemas importantes para el
equilibrio natural del
planeta. Y en el proceso de extracción, se corren riesgos serios de
contaminación de las aguas, tanto las de los sistemas fluviales como
las del subsuelo.
Son
varios los casos investigados hoy en diferentes regiones del globo,
donde comunidades locales e incluso áreas urbanas se han visto
afectadas por
la
contaminación de las aguas resultante de este tipo de minería. La
actividad radioquímica de estos metales en cuestión es alta,
comparada con otros más inocuos, y afecta seriamente a los recursos
hidráulicos que constituyen, en sí mismos, quizás el bien más
preciado de la civilización humana.
Ejemplos
que avalan el peligro mencionado son las actividades mineras en el
llamado “Triángulo del Litium” en el Pacífico suramericano y la
extracción de cobalto en la República Popular del Congo. En ambos
casos, se ha documentado el impacto negativo en las comunidades
cercanas a las zonas mineras, donde se reportan incluso nacimientos
de individuos con deficiencias genéticas producto de “aguas
radioactivas”.
Como
colofón a las desgracias asociadas a la minería de alta demanda, se
ha detectado que algunas poderosas trasnacionales han permitido la
explotación de mano de obra infantil en sus minas. No es este un
fenómeno privativo de los metales usados en la confección de
baterías eléctricas, pero previéndose una demanda futura
astronómica de esos recursos, la conocida avaricia de esos
conglomerados productivos no hará más que empeorar la situación.
En 2019, Tesla fue demandada en las cortes judiciales por la muerte
de un buen número de niños en el Congo.
Una
segunda variable por evaluarse es cómo se va a disponer de los
desechos, de las baterías cuyo ciclo de explotación haya culminado.
En un escenario futuro donde millones de vehículos automotores serán
eléctricos, es de esperarse que, al reponer sus baterías, las ya
usadas se reciclen para recuperar una parte de los metales preciosos
que la componen. Con las tecnologías de hoy, el proceso genera
cantidades considerables de aguas residuales contaminadas, es por
ello que muchos centros de investigación europeos se hallan inmersos
en estudios avanzados para resolver ese problema. Y queda siempre el
riesgo de que no todos los metales químicamente activos sean
reciclados, pudiendo generarse vertederos que terminen contaminando
el suelo y sus recursos hidráulicos.
El
anillo de fuego
En
el caso de Canadá, y más específicamente de la provincia de
Ontario, existe actualmente un diferendo entre el gobierno (en
conjunción con los intereses de ciertas empresas mineras) y la
nación Anishinabek,
pobladores originales de la región conocida como el “anillo de
fuego”.
Según
descubrimientos recientes, esta área ubicada al norte de la
provincia constituye uno de los reservorios más grandes del mundo de
minerales como el cobalto, el níquel, el cromo y el cobre,
esenciales para la producción de baterías eléctricas.
Es
por ello que el gobierno ha ideado un plan de inversión billonario
para explotar estos recursos en los años venideros. El problema es
que los minerales mencionados se hallan ubicados en gigantescos
humedales, muy ricos en turba, una materia imprescindible para
producir abonos necesarios en la agricultura. Estas áreas, conocidas
también como turberas, funcionan cuál si fuesen un “pulmón”
natural al interactuar con la atmosfera. De realizarse una actividad
minera indiscriminada en ellas, entre otras consecuencias negativas,
se liberarían cantidades significativas de CO2 que contaminarían el
aire respirable.
Como
puede apreciarse, las supuestas soluciones “verdes” están
plagadas de zonas oscuras que aparecen como daños colaterales en
muchos de los proyectos planteados. La nación Anishinabek,
representando a los pobladores originales del norte de Ontario, se
halla en estos momentos enfrascada en diálogos y negociaciones con
el gobierno para encontrar un modelo de explotación minero que, en
última instancia, traiga beneficios económicos sin condenar el
futuro de la región.
Diseñar
los esquemas de transición hacia una energía limpia, no
contaminante, constituye quizás el reto científico, político y
económico más relevante de este siglo para la humanidad. Por un
lado, se ha probado que el camino desandado hasta hoy por los
humanos, en términos de generación de energía eléctrica y
transporte, ha llevado a la especie hacia un callejón sin salida.
Estamos destruyendo el planeta y las evidencias de ello no pueden ser
ya ignoradas.
Por
otro lado, las industria automovilística y de hidrocarburos, cuyas
ganancias astronómicas no se verán afectadas hasta finales del
próximo siglo, no quieren renunciar al enriquecimiento exponencial
que su actividad productiva y comercial les genera. En otras
palabras, los magnates del petróleo y la manufactura de automóviles
actuales están demasiado ocupados en hacer dinero; el mundo en que
vivirán los tataranietos de sus nietos no son un problema que les
robará un minuto siquiera de sueño.
Solo
la acción, o más bien la conjunción de mentes visionarias en la
ciencia y de hombres y mujeres valientes en la política, quizás con
el apoyo de billones de personas preocupadas por su descendencia, se
logrará que salvemos a este maravilloso planeta de su
autodestrucción.
Fuentes: