Brasil en fractura

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Boletín No 117, Toronto, 7 de Octubre de 2022
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Brasil en fractura

Boletín Línea Uno 117 Informativo y cultural - Consejo de Desarrollo Hispano / Hispanic Development Council - Toronto - Canada
7 October 2022
por Alberto Juan Barrientos
 
La primera vuelta de las elecciones presidenciales de Brasil, celebradas el pasado domingo 2 de octubre, se han convertido en un fenómeno de lectura compleja para los estudiosos de las actuales sociedades latinoamericanas.
Por un lado, los resultados de las encuestas previas al evento se alejaron un tanto de la voluntad real de voto probada en la práctica. Por el otro, la fractura social y la consiguiente polarización cívica dentro del gigante suramericano se han hecho más evidentes, dibujando en panorama gobernativo complejo para el futuro inmediato.

No habiendo alcanzado una mayoría absoluta del voto directo, ninguno de los candidatos presidenciales favoritos, el actual presidente Jair Bolsonaro y el exmandatario Lula da Silva, han podido declararse vencedores en estos comicios. De acuerdo a la legislación vigente, habrá de celebrarse una segunda vuelta electoral este 30 de octubre y en ella será elegido el próximo presidente de Brasil.

La inexactitud en las predicciones de las grandes encuestadoras, que tanto ha asombrado a algunos, no es un fenómeno nuevo. Ocurrió con las encuestas que medían la intención del voto en la elecciones del 2016 en Estados Unidos, donde lo inconcebible se vistió de realidad en la figura de Donald Trump. También se equivocaron en los pronósticos acerca del Brexit, durante el referéndum que decidió la separación del Reino Unido del sistema económico y político conocido como Unión Europea.

En el contexto latinoamericano hay también precedentes de predicciones erradas, como fueron el Referendo de Paz en Colombia y las elecciones perdidas por el FSLN en Nicaragua en la década del 90. En todos los casos podemos identificar un denominador común: el subregistro de la inclinación del voto cuando se trata del camino hacia la derecha o el centro.

La lección deberá ser aprendida, más que nada por la izquierda, cuyos votantes sí manifiestan una intención clara mostrando las cartas a sus competidores, en tanto su impacto influye en el diseño de estrategias de las campañas electorales. Analicemos entonces, bajo el efecto de este golpe de realismo, qué ha ocurrido y cuáles son las perspectivas políticas para Brasil finalizando el 2022.

El desafío de los pronósticos

En realidad, las encuestas no se equivocaron con Lula da Silva, a quien pronosticaban un 48% de los votos, con margen de error del 2%. Fue con Bolsonaro que no pudieron prever una cifra significativa (43,2%), cercana a la de Lula, tras el desgaste de imagen sufrido por el mandatario durante una administración muy cuestionada y graves desaciertos, cuyo impacto en la sociedad brasilera ha sido profundo. Sin embargo, en el Congreso y las gobernaturas locales el Partido Liberal (décima agrupación política a la que se ha afiliado Bolsonaro durante su carrera de treinta años ) alcanzó este 2 de octubre una mayoría de escaños que, aunque exigua, marcará la supremacía de este bloque en asuntos legislativos. Esto constituye una realidad incuestionable y habrá de convertirse en un desafío para Lula si este líder sindicalista histórico logra vencer en la segunda vuelta.

Aun cuando se sabía que esta sería una contienda reñida, fue la participación de varios candidatos adicionales lo que marcó la pérdida del necesario 50% de las boletas para Lula. Es cierto que estos otros partidos, cuya capacidad de movilización era mucho más limitada, alcanzaron entre un 1 y un 5% de votos cada uno.

Asimismo, hay que considerar que el 3% de los votos alcanzado por Ciro Gomes, líder del Partido Democrático Laborista, hubiesen bastado a Lula da Silva para erigirse como presidente de Brasil en la primera vuelta electoral. Gomes, un veterano político procedente del Partido Socialista Popular y varias veces candidato presidencial, ex gobernador del estado de Ceará y ex ministro de Integración Nacional bajo la administración anterior de Lula, tenía una base electoral de centroizquierda acumulada en su carrera política. Esos votos hubiesen correspondido a Lula en caso de haberse presentado ambos en coalición.

No obstante, no debemos sorprendernos de que se vaya a una segunda contienda en estas elecciones, ya que desde que se instaurara la actual constitución de Brasil se han celebrado ocho comicios presidenciales, y sólo dos se han ganado en primera ronda. Al parecer, un país tan grande y diverso en cuanto a geografía, con tantas etnias y estratos sociales, lo es también cuando se trata de voluntades políticas e ideologías.

En el horizonte nos queda ahora la perspectiva de distribución de los votos “pequeños”, esos que alcanzaron porcentajes menores y a finales de mes deberán repartirse entre los Lula y Bolsonaro. Los votantes de Ciro Gomes, con tendencia política de izquierda, podrían ser absorbidos por Lula, en tanto este representa un espectro político más cercano a sus intereses. Pero Gomes, motivado quizás por antiguas desavenencias personales, condujo una campaña regida por el discurso “antilulista” y un cuestionamiento directo a quien fuera presidente entre el 2003 y el 2010.  

En tanto quienes respaldaron a Simone Tebet, la candidata del Movimiento Democrático Brasileño que se posicionó en el tercer lugar con un 4,19 % de los votos tendrán que tomar una decisión en un corto trecho de aquí a la segunda vuelta. La senadora, una veterana política respaldada por su tradición familiar y algunos de los grandes medios de difusión, representa la llamada “tercera opción”, reflejada en su campaña centrista, pragmática y liberal. El pronóstico en la inclinación del voto futuro de sus seguidores es más flexible, puesto que la líder política se pronunciará en los próximos días acerca de su preferencia electoral. Su decisión tendrá posiblemente un impacto en la base.

La polarización afectiva

Una particularidad del complicado espectro político brasileño es el lastre emocional que arrastran los candidatos principales.

En estas elecciones, más allá de los intereses políticos y económicos, hay una reacción emocional hacia la figura de los candidatos, una sensación de que se debe buscar el mal menor, aunque no se alcance el bien deseado. Se trata de la llamada polarización afectiva, pues no son programas de gobierno los que se votan sino más bien identidades políticas.

Así, quienes odian radicalmente a Bolsonaro, culpándole de todos sus males, votan por Lula, aunque no les parezca ideal con tal de librarse del que consideran una opción inaceptable. De igual manera, quienes ven en Lula un peligro para el país, votan por Bolsonaro aunque no comulguen con muchas de sus ideologías o políticas. Este factor, al parecer, será decisivo en la segunda ronda de elecciones, donde una masa polarizada e inconforme ejercerá su derecho democrático.

Analicemos entonces la razón de esta polarización más emocional que política en la presente coyuntura social brasileña. Veamos el historial político de los principales candidatos en disputa por la presidencia del gigante suramericano.

Bolsonaro es un hombre de pensamiento y filosofías radicales, bastante definidas dentro de la corriente de ultraderecha. Se trata de un ex militar, que sirvió en la fuerzas armadas entre 1977 y 1988 como oficial de artillería alcanzando el rango de capitán. Su trayecto por las filas castrenses, en una época de florecimiento de dictaduras militares en el continente (incluida la brasileña), debió influir considerablemente en la formación de sus ideología. Casi al final de su carrera, fue procesado por la jurisprudencia militar, acusado de planear acciones violentas con uso de explosivos dentro de varios cuarteles del ejército. Se trataba, según las investigaciones, de un acto de protesta por los bajos salarios que se pagaba a los oficiales. A pesar de contar la Policía Federal con pruebas incriminatorias suficientes, la jurisdicción militar las desestimó y Bolsonaro no fue condenado. Poco después abandonaría las filas del ejército y entraría en la política, sirviendo como concejal en la municipalidad de Río de Janeiro, donde aún cosecha muchos votos. Dos años más tarde, se convirtió en diputado federal, cargo que ejerció durante 25 años, afiliándose a más de diez partidos diferentes. Tanto en la carrera política como en la militar, Bolsonaro no brilló sustancialmente ni adquirió gran reconocimiento como líder hasta llegar a la presidencia. Como diputado, defendió siempre las filosofías ultraconservadoras, homofóbicas, misóginas, elitistas y racistas y en más de una ocasión se pronunció a favor de la tortura como método policial, defendió la censura a la prensa y la legitimidad de la dictadura militar brasileña.

Tras una campaña electoral marcada por la explotación inteligente de las plataformas digitales, Bolsonaro ganó la segunda vuelta de elecciones para la presidencia de Brasil en 2018. Utilizando un discurso nacionalista, especialmente dirigido a la base conservadora ortodoxa, promoviendo la idea de que combatiría la violencia y la corrupción, el político de extrema derecha logró el 55,13 % de los votos populares y se convirtió en presidente de Brasil.

Durante su mandato de casi cuatro años, Bolsonaro ha aplicado algunas medidas populistas como el incremento del salario mínimo, el supuesto combate policial contra la delincuencia y la reducción de tasas de interés bancario, sin que ello haya tenido un impacto real en la vida diaria ciudadana. Por otro lado, desarrolló una política económica de corte neoliberal basada en la privatización y desregulación de la producción de bienes y servicios, que ya se había probado con nefastos resultados a largo plazo en la América Latina de los noventa. Esta política, aunque mostró indicadores de crecimiento en los niveles macroeconómicos, no logró evitar que uno de cada diez brasileños esté desempleado actualmente, ni que la inflación se mantenga en un 8.73 %. La peor gestión de su mandato, no obstante, fue la del manejo de la pandemia.  

Replicando la irresponsable actitud de Donald Trump, Bolsonaro minimizó el peligro que el coronavirus representaba para la población de su país, considerándolo como un simple resfrío o gripeciña. Asimismo, demoró la implementación de un plan de acción para frenar el impacto de la pandemia, la producción de vacunas en conjunción con otros países y las medidas preventivas para disminuir la transmisión de la enfermedad.

Como resultado macabro Brasil sufrió una devastación en términos pandémicos, colocándose entre los tres países con más infecciones y muertes por COVID-19 en el mundo. Esto provocó un descenso abrupto en el apoyo de la base electoral a la gestión de su gobierno e incluso una comisión investigadora del parlamento propuso presentar cargos contra Bolsonaro y hacerle un juicio político, como responsable directo del desastre sanitario. Aun con la aprobación de un 54 % de la población para la concreción de dicho juicio, Bolsonaro logró usar sus apoyos judiciales y mediáticos para evadirlo. Y así ha llegado este político a este punto en la historia de Brasil, con una parte de su base electiva abandonándole, mientras 685 mil murieron durante estos casi tres años de pandemia.  

En las antípodas del espectro político encontramos a Luis Ignacio Lula da Silva, expresidente de Brasil (2003-2010). De extracción muy humilde y sin haber tenido privilegios de clase o educación en altos centros de estudio, fue formado desde muy joven en las luchas sindicales, representando a sus cofrades en las filas proletarias de la industria automotriz y el acero brasileños.

La primera etapa de su carrera política transcurrió, desde los tiempos de la dictadura militar hasta la instauración de la democracia, inmerso en este movimiento sindical y la lucha por reivindicar derechos de los obreros de Brasil. Paulatinamente, escaló a posiciones de liderazgo en los gremios hasta el nivel nacional, lo cual le valió el reconocimiento de amplios sectores de la clase trabajadora. Para finales de la dictadura militar, hacia 1980, Lula fue uno de los fundadores del Partido de los Trabajadores, agrupación política de izquierda que lideró como presidente en dos períodos, 1980-1988 y 1990-1994. Entre 1986 y 1990 ocupó un escaño en la cámara baja del congreso, desde donde impulsó la agenda progresista de su partido, en favor de lograr mayores derechos y beneficios para los trabajadores. En esa época apoyó, sin éxito, la inclusión en el primer texto constitucional postdictadura de una cláusula que estableciese la reforma agraria de la nación. En los ochenta y noventa del pasado siglo, Lula se presentó infructuosamente como candidato por el PT a varias elecciones presidenciales. Sólo en los inicios de este milenio, en el 2003, logró ganar la presidencia de Brasil, la cual ejerció hasta el 2011.

Las dos administraciones de Lula se caracterizaron por impulsar programas de desarrollo social en los sectores menos favorecidos, dentro del ámbito de la alimentación, la construcción de viviendas y la salud pública. Quince billones de euros fueron invertidos en el mejoramiento de las conocidas favelas y sus infraestructuras de servicios y otros cuarenta billones se destinaron a nuevas edificaciones familiares.

También se desarrolló la infraestructura escolar en la regiones más pobres y se disminuyó en un 46% los índices de malnutrición infantil, por lo cual el entonces presidente fue laureado con un premio internacional del Programa Mundial de Alimentos de la ONU.

Sin embargo, no todas las expectativas de la izquierda fueron cubiertas por su administración. Como en todo escenario político complejo, y más tratándose de un país tan extenso y variado como Brasil, un partido gobernante debe realizar alianzas tácticas y estratégicas con otras agrupaciones dentro del espectro gobernativo. Y muchas veces, se pacta y negocia con las bancadas al otro lado del auditórium. El caso de Lula no ha sido un excepción, por tanto, los radicales de la izquierda no pudieron ver su anhelado vuelco hacia el extremo de las filosofías revolucionarias, ni la instauración de una sociedad socialista al estilo Venezuela o Cuba, con la consabida concentración de poder en una sola organización política. Esto valió para que algunos dirigentes originales del PT se deslindaran de este partido y fundaran otros independientes, aunque no menos radicales.

No fue esta última nota, sin embargo, lo que ensombreció la gestión e imagen de Lula como “el defensor de los pobres”, o “el primer obrero presidente”. Durante su mandato de ocho años, varias figuras cercanas al presidente fueron enjuiciadas y condenadas por corrupción. Y aunque nunca llegó a probarse la implicación de Lula en este fenómeno, o su conocimiento de lo que estaba ocurriendo, sí quedó la sombra de la duda gravitando sobre su persona al menos para una parte de la sociedad, confirmada además desde el poder mediático manejado por los grupos de la derecha que se oponían a las políticas de Lula o de su sucesora Dilma Roussef.

El colofón a este ensombrecimiento de la imagen del político tomó forma palpable unos años después, cuando ya no era presidente de Brasil. El mega escándalo del caso “lavado de autos”, ocurrido entre 2014 y 2018, involucró a varios políticos, funcionarios gubernamentales y empresarios brasileños acusados de corrupción, lavado de dinero, abuso de poder, sobornos y obstrucción de la justicia.

El propio Lula fue uno de los encausados, compareciendo en varias ocasiones ante un juez federal para enfrentar los cargos de la fiscalía. Una mega operación de tráfico de influencias, destinada a favorecer las inversiones de ciertos conglomerados locales en negocios super rentables dentro y fuera de Brasil, quedó al descubierto durante el proceso. Y después de agotados algunos recursos de apelación, el expresidente fue sancionado a nueve años de prisión, los que comenzó a servir el 7 de abril del 2018.

Tras una campaña nacional e internacional en favor de su liberación, que involucró a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU y al Papa Francisco, líder espiritual del catolicismo mundial, el Tribunal Supremo de Brasil ordenó poner en libertad al exmandatario tras 580 de encarcelamiento. La decisión se fundamentó en que no se habían extinguido todos los recursos de apelación refrendados en la ley. Un año más tarde, en el 2021, el mismo tribunal desestimó todos los cargos contra Lula por considerar que se habían violado varios procedimientos penales durante el proceso y que este no había sido imparcial. Así pues, el antiguo presidente quedó limpio en términos jurídicos para poder presentar su candidatura a la presidencia de Brasil.

Y así se ha llegado a este histórico momento, en el que todo un continente mira expectante hacia el país más rico y extenso de su geografía, sabiendo que el desenlace de sus elecciones sentará pautas sociopolíticas para toda la región.  
Ahora toca decidir al pueblo brasileño, sujeto aún a problemas estructurales como la pobreza, la desigualdad, la corrupción y la violencia, si dar una segunda oportunidad a Lula o a Bolsonaro. En cualquier caso, la historia futura de Brasil dirá cuánto de verdad y cuanto de manipulación ha habido detrás de ambas figuras políticas. Pero, sobre todo, la actuación del ganador de estos comicios será lo que definirá si hay o no un futuro más justo para esa gigante nación suramericana. Tendremos que esperar no sólo tres semanas, sino los próximos cuatro años para saberlo.



Fuentes:







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