Haití toca fondo

Reflexiones, diálogo y comunidad
Línea Uno
Boletín No 121, Toronto, 4 de Noviembre de 2022
Boletín Línea Uno, Toronto, Ontario
Consejo de Desarrollo Hispano
DESIGN
BLOG
Go to content

Haití toca fondo

Boletín Línea Uno 121 Informativo y cultural - Consejo de Desarrollo Hispano / Hispanic Development Council - Toronto - Canada
4 November 2022
por Alberto Juan Barrientos

La crisis social, política y económica que se profundiza al extremo en Haití desde el 2018, ha alcanzado este año el título de catástrofe humanitaria. Esta descripción no es exagerada, pues un real Apocalipsis es el día a día en esta pequeña nación caribeña.

La violencia sistémica, la escasez de agua, alimentos y combustible, más un brote de cólera sin control, han generado una situación de ingobernabilidad que podría terminar en un caos social irreversible.

El gobierno en Puerto Príncipe, en su desesperación, ha pedido la intervención extranjera con “fines humanitarios,” pero utilizando fuerzas militares. El embajador canadiense en Haití, Wien-Weibert Arthus, pidió -al exponer ante el Parlamento-, una intervención pacífica, frente a lo que denominó como una “cascada de crisis humanitarias”.

Esta opción extrema, de ocurrir, solo conllevaría a una solución cosmética del problema haitiano. Probablemente sería pagada con toneladas de sangre de una masa desposeída que constituye la población de Haití. Analicemos entonces los antecedentes que explican cómo se ha llegado a esta situación y si una intervención es factible de traer algún alivio a su población.

Intervenciones y golpes de Estado

Siendo la primera nación libre del colonialismo europeo en el hemisferio suramericano, este pequeño país ha estado plagado de violencia y pobreza desde su nacimiento. Guerras entre facciones, asesinatos de líderes políticos, intervención militar extranjera, golpes de estado, dictaduras y corrupción político-económica han matizado 220 años de República en Haití.

Durante sus primeros 120 años de vida, hasta bien entrado el siglo XX, la nación caribeña hubo de pagar el equivalente a 22 billones de dólares a Francia por concepto de reparación de daños y perjuicios. Por poco más de un siglo, el 80 por ciento de los ingresos del país debieron destinarse a resarcir a quienes, en primer lugar, no poseían derecho moral alguno para pedir ese resarcimiento.

Este lastre económico, junto a una corrupción política local endémica, crearon las condiciones para el surgimiento del país más pobre del hemisferio. En el pasado siglo, Haití sufrió dos décadas de ocupación militar norteamericana y tres de dictadura sangrienta, terminando así de moldearse el proyecto de sociedad fallida que apreciamos hoy.

Hoy, en Haití, la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, y su economía, de acuerdo a estudios del Heritage Foundation, se ubica en la posición número 147, de entre 177 países analizados. Según el Índice de Desarrollo Humano de la ONU al 2020, el país ocupaba la posición 170, entre 180 naciones registradas.

Para funcionar, esta nación caribeña depende en gran medida de los ingresos desde el exterior, ya que las familias de haitianos emigran masivamente en busca de una vida mejor y envían hasta 3,800 millones de dólares en remesas, lo cual representa el 24 por ciento del producto bruto nacional (PBI).

En el 2009, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial cancelaron la deuda de Haití, debido a que ésta había alcanzado niveles estratosféricos y se había tornado, en la práctica, impagable. El PIB per cápita en esta nación es de $1,81 dólares, el más bajo de América Latina y constituye menos del 20 por ciento de la media en la región.
Con estos indicadores, se puede concluir que estamos frente a una de las naciones más pobres no sólo del hemisferio, sino del mundo.

En 1987, con el primer gobierno democrático elegido tras la huida del dictador Duvalier, la sociedad haitiana intentó construir un país plural, participativo y económicamente viable. Podría decirse que, desde entonces, la corrupción política, los intereses mezquinos de una clase poderosa exigua y la pobreza endémica, unida a muy bajas tasas de educación, impidieron el parto de la nueva nación que algunos líderes sociales proponían.

El primer presidente haitiano de esta nueva era, Jean-Bertrand Aristide, fue depuesto por un golpe de estado en 1991. La violencia a las instituciones democráticas se repitió en el 2004, durante su segundo mandato, generando como en la primera ocasión una intervención de Fuerzas de Paz de la ONU que, supuestamente, debía estabilizar política y socialmente al país.

No ha habido desde entonces una elección en Haití que transcurriese sin subsecuentes protestas, acusaciones de fraude, o cuestionamiento del manejo de recursos por las innumerables organizaciones internacionales presentes allí.

Huracanes y terremotos

Sin una infraestructura industrial relevante, con una agricultura de subsistencia de bajo desarrollo tecnológico y con una sobrepoblación urbana viviendo en condiciones de hacinamiento, los fenómenos naturales -terremotos, huracanes y sequías- causados éstos últimos también por el cambio climático, han devastado sucesivas veces a esta pequeña nación de manera crítica.

En el terremoto del 2010, más de 200 mil personas perdieron la vida y 1,5 millones quedaron desplazados. Fue necesaria la ayuda internacional para la recuperación, llegando a invertirse hasta 8 billones de dólares, cifra similar al PIB de algunas naciones vecinas.

Entre 2015 y 2017, las sequías provocaron la pérdida del 70 por ciento de las cosechas y en el 2016 el huracán Matthew devastó la agricultura nacional dejándola prácticamente sin ganado vacuno.

Durante la pandemia un terremoto ocurrido en agosto del 2021 destruyó el 30 por ciento de las viviendas locales, desplazando a decenas de miles de pobladores internamente. En todos los casos, varios organismos internacionales ayudaron a la recuperación de Haití invirtiendo cuantiosos recursos, pero jamás ha sido suficiente o la corrupción reinante impide que se canalice cualquier ayuda. El daño siempre supera con creces a la destrucción, o a la capacidad de recuperación de este pequeño país caribeño condenado a navegar siempre en aguas turbulentas.

Un magnicidio sin respuestas

 
El declive político actual comenzó en 2016, cuando el recién electo presidente Jovenel Moïse fue objeto de acusaciones de fraude y debió posponer la toma de posesión hasta el 2017. A pesar de una gestión que contabilizó ciertos logros palpables, como la construcción de una segunda hidroeléctrica y el mayor embalse de agua para la agricultura del país, la ampliación de la infraestructura de riegos, centrales eléctricas para poblaciones pequeñas, fábricas de asfalto y recuperación de viviendas y vías de comunicación, su gobierno no tuvo más remedio que incrementar los precios del combustible, generando protestas masivas de la población a partir de julio del 2018.

El gabinete justificó el incremento de precios con la subida del valor de los hidrocarburos en los mercados internacionales, así como los recortes en el programa de ayuda económica que Venezuela venía ejecutando a favor de Haití, subsidiando parcialmente el abasto de petróleo. Aun siendo ciertos esos argumentos, el descontento popular trajo nuevos elementos al complejo tablero, cuando se centró en la crítica a la corrupción oficial, un fenómeno crónico que jamás ha llegado a resolverse.

En medio de la ola de protestas, el 7 de julio de 2021, el presidente Moïse fue asesinado por mercenarios extranjeros en su residencia de la capital haitiana. El hecho, sin precedentes en la región, no ha quedado esclarecido hasta el día de hoy y generó un vacío de poder que afectó aún más el orden ciudadano y la estabilidad del país.

Para marzo del 2022, el país contaba con un presidente provisional, no existía quórum parlamentario y el tribunal superior estaba sin funcionar por falta de jueces. Esto sentó las bases del caldo de cultivo para una escalada de violencia, con el grave incremento exponencial del poder de varias bandas delictivas presentes en zonas urbanas, que en los últimos meses ha alcanzado su clímax. Y, finalmente, ocurrió lo inevitable.

A raíz del asesinato del presidente Moïse, Ariel Henry asumió la dirección del pais como Primer Ministro actuante. Para septiembre del 2022, ante la crisis energética internacional, potenciada en buena medida por el conflicto bélico en Ucrania, Henry anunció el fin de los subsidios estatales al combustible y el aumento de su precio al público. El pueblo haitiano, hastiado de medidas impopulares que solo benefician a las grandes corporaciones mientras su población, los olvidados de siempre que ya no tienen nada más que perder y que viven en la miseria más absoluta, se lanzaron a las calles a protestar. Pronto la protesta adquirió un matiz de sublevación.

Con una población sujeta al azote de pandemias, pobreza extrema, sin acceso a servicios básicos y con índices de educación bastante bajos, no podría esperarse otra forma de expresión del descontento. Para empeorar las cosas, las fuerzas policiales, como tantas veces en la historia haitiana, reprimieron violentamente a los que protestaban, generando una espiral ascendente de violencia que no se detiene a fecha de hoy.

Peor el remedio que la enfermedad

Como elemento de este análisis destaca el hecho de que una docena de bandas delictivas agrupadas en una especie de federación, tomó por las armas el control de la terminal de combustibles más grande del país, en el puerto de la capital. Es allí donde se almacena buena parte del petróleo importado en Haití, y aunque parezca inconcebible, las fuerzas militares del estado han sido incapaces de retomar el control de las instalaciones. Estas bandas han adquirido, en la práctica, el rango de una milicia beligerante. Y cabría preguntarse si esta situación no es la gota que colmó el vaso para declarar a esta nación como un estado fallido.

Es inevitable la comparación con la Somalia de los noventa, secuestrada por los seguidores del general Mohamed Farah Haidi, cuando esta confederación delictiva conocida como el G9, quedó liderada por James Chérizier, precisamente un antiguo oficial de la policía haitiana.

También es un factor importante el hecho de que los Estados Unidos y otros países miembros del Consejo de seguridad de la ONU, se están centrando ahora en el rol de este capo local dentro de la crisis nacional, como si el individuo y sus matones no fuesen el producto de una sociedad empobrecida al extremo y corroída políticamente desde hace ya mucho tiempo.

Las protestas en sí, que se iniciaron por la subida del precio al combustible, no son el verdadero problema de Haití, sino las causas que llevaron a este evento. Al desconocerlas, la comunidad internacional sólo se enfoca en las crisis urgentes.

En estos momentos, millones de haitianos que gritan en las calles, lo hacen pidiendo el fin de la corrupción político-administrativa, por la falta de infraestructura productiva y de trabajo pagado con salarios decentes. Asimismo, la gran mayoría de población haitiana pacífica está pidiendo el fin de la impunidad con que las bandas armadas controlan el 60 por ciento del territorio urbano.

Entre los reclamos más urgentes están las deplorables condiciones higiénico sanitarias y de atención médica para evitar que el cólera y otras pandemias recurrentes acaben con las comunidades más devastadas.

En materia política, están exigiendo que el presidente actuante Henry deje de  demandar una intervención extranjera a través de los organismos de la ONU. Los haitianos quieren el fin de la crisis, pero sin botas foráneas como instrumento, pues las experiencias anteriores no dieron resultado alguno.

La solicitud de Henry, hasta el momento, no ha recibido la aprobación de la administración Biden ni la de los miembros del Consejo de Seguridad. Tras una reunión de emergencia dijeron que se centrarán en hacer llegar ayuda humanitaria y financiera al gobierno haitiano, a la espera de que éste logre manejar la situación. La pregunta es, ¿podrá hacerlo el actual gabinete con el escaso liderazgo que tiene?

La humanidad ha visto otras veces intervenciones militares, como respuesta a crisis sociales, conflictos armados, genocidios, y toda clase de violaciones de los derechos humanos. No siempre se han justificado totalmente, y muchas veces se han generado por intereses económicos  mezquinos, más que por verdadera solidaridad con quienes corren peligro de exterminio. Los cascos azules y las fuerzas de paz de la ONU tienen una razón de ser, y son legítimos, en tanto nacieron de un consenso universal para casos necesarios, extremos, pero siempre como un último recurso. Cabe recordar que estas fuerzas internacionales también han sido denunciadas a veces en su historia por casos de abusos, violaciones y otras atrocidades mientras cumplen tareas operativas.

La historia demuestra que siempre es mejor la búsqueda de una solución interna, aquella donde la ropa sucia es lavada en casa y las nuevas piezas se diseñan en el consenso. El problema es que para que esas soluciones internas fructifiquen hacen falta líderes valientes y honestos, rodeados de seguidores que estén a la altura del reto, una sociedad dispuesta a realizar cambios radicales para crear nuevas realidades, y una respuesta positiva de la población beneficiaria del cambio.

Cabe preguntarse, entonces, si existen estas condiciones en Haití, si serán capaces los haitianos de salir solos de este abismo social, económico y político con doscientos años de historia a contramano. Tal vez lo sabremos en el futuro cercano, o quizás nunca lleguemos a saberlo. Lo que sí sabemos es que esta nación está tocando fondo y presenta desafíos que no son ajenos a la realidad social de otros paises con tan profundas desigualdades sociales. La leccion de Haití debe ser aprendida, para que el futuro no se le parezca.










contribuye   pixotronmedia
Hispanic Development Council
Consejo de Desarrollo Hispano
1280 Finch Ave West, Suite 203
North York, Ontario, M3J 3k6
CANADA
Boletín Línea Uno
Back to content