El regreso de Lula

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Boletín No 122, Toronto, 11 de Noviembre de 2022
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El regreso de Lula

Boletín Línea Uno 122 Informativo y cultural - Consejo de Desarrollo Hispano / Hispanic Development Council - Toronto - Canada
11 November 2022
por Alberto Juan Barrientos

La victoria de Lula Da Silva en las pasadas elecciones de Brasil ha marcado un hito, no sólo para ese gigantesco país sino para todo un continente.

En un mundo que se muestra cada vez más polarizado, el efecto de las asimetrías políticas, económicas y sociales parece haber echado raíces también en la Amazonía sudamericana. El futuro, por ende, presenta numerosos retos para este tercer mandato del Partido de los Trabajadores.  

Los mismos retos serán compartidos por un liderazgo regional de la centroizquierda, no tan profundo como el de sus progenitores históricos, pero presente en la casi totalidad de administraciones de la región. Analicemos entonces los dos contextos, el brasileño y el regional, para tratar de entender mejor los caminos políticos transitados hasta hoy y las encrucijadas que se avistan en el horizonte.

Tal como comentamos en un artículo anterior, la reñida segunda vuelta electoral de Brasil logró ser ganada por Lula gracias a la posición adoptada por los seguidores del laborista Ciro Gomes y los pragmáticos de Simone Tebet. Ambos líderes, decidieron ofrecer su apoyo a la candidatura de Lula cuando sus chances de triunfo se redujeron. Quizás esto facilitó que muchos votantes centroizquierdistas y liberales dieran una oportunidad al expresidente, a quien consideraban tal vez un mal menor comparado con Bolsonaro.

Aun así, el antiguo líder sindical sólo superó a su oponente por un estrecho margen, obteniendo el 50,9 por ciento de los votos contra el 49,1 por ciento de los bolsonaristas. Lo anterior demuestra que Brasil es hoy un país fracturado, partido filosóficamente en dos secciones casi iguales, y esto no es saludable cuando se trata de posiciones ubicadas en las antípodas del espectro político. Ante semejante distanciamiento entre una visión y la otra sobre cómo se debe gobernar un país, el extremismo y la confrontación futuras parecen inevitables.

Las visiones extremas funcionan hoy en dos direcciones dentro de Brasil. Por un lado, la erosión sufrida por el Partido de los Trabajadores, cuna del “Lulismo” y forja personal del futuro presidente brasileño, quedará como una espada de Damocles, en términos de confiabilidad y credibilidad para el gabinete que se conforme tras la toma de posesión en enero próximo.  Porque no se trata solamente del encarcelamiento de Lula tras el escándalo del “lavado de autos”, sino de que un buen número de sus colaboradores cercanos fueron condenados judicialmente o marginados de la política. No importa que tras quinientos días tras las rejas se probara la descalificación jurídica del fiscal que acusara al expresidente, o la violación del procedimiento penal y de las garantías constitucionales de imparcialidad ocurridas durante el proceso.

Tal como sucede en los casos de escándalos sexuales, la nube de la incertidumbre y la sospecha siempre deja su sombra sobre aquellos que fueron condenados o simplemente procesados. Esta mella se hará notar incluso dentro de la izquierda histórica, y esto llevará a muchos antiguos seguidores del PT a cuestionar futuras decisiones políticas del gabinete. Téngase en cuenta que Lula deberá gobernar liderando una coalición de amplio espectro (sin la cual no hubiese podido de ninguna manera ganar las elecciones) y con minoría en el Congreso.

En el otro extremo de esta ecuación encontramos a los seguidores de Bolsonaro, la mitad de un electorado constituido por más de 156 millones de personas. Esta masa gigantesca está alineada con las filosofías ultraconservadoras del todavía presidente y continúan apoyando sus ideas, a pesar del impacto negativo que su gestión provocó en Brasil para la gran mayoría.

Si durante el último mandato de Lula el país había logrado desaparecer de la lista de países con hambre generalizada, actualmente ha regresado a sufrir el hambre, en tanto un 15 por ciento de su población (33 millones de hogares) la sufre a diario.

Tras el desastroso manejo de la pandemia, en buena medida responsabilidad de la ignorancia de Bolsonaro como presidente, el desempleo creció hasta llegar a unos 9,5 millones de brasileños sin trabajo, según datos de la Agencia Nacional de Estadísticas.

No obstante, se trata de una nación gigantesca con numerosos estratos sociales y una economía diversa, lo cual deja fuera de la pobreza a un segmento de población considerable cuya motivación es más ideológica, más inclinada hacia el conservadurismo religioso y los valores nacionalistas o tradicionales. Esa mitad del electorado radicalizada está dispuesta a luchar por su agenda en las elecciones del 2026 y aboga por erradicar a quienes no piensen del mismo modo, demonizados constantemente en los discursos de Bolsonaro.

Otro tanto ocurre en las estructuras políticas, pues en ambas cámaras del Congreso hay mayoría absoluta de los partidos conservadores de derecha. En la de representantes, solamente el Partido Liberal de Bolsonaro ocupa el 19% de los escaños, posicionándolo en una categoría de liderazgo. En la Cámara alta, la mitad de los senadores son bolsonaristas confesos. Con semejante cuerpo legislativo, Lula intentará promover su agenda en los próximos cuatro años con leyes y programas para incrementar los beneficios sociales que saquen del hambre a millones de familias brasileñas.

Da Silva comenzará su mandato en un país cuya inflación crece a un ritmo de casi el 7 por ciento anual, esperando una recesión global pronosticada, con minoría en ambas cámaras y una población polarizada al extremo, más el descrédito parcial o, si se quiere, el ensombrecimiento de la imagen del Partido de los Trabajadores.

Quizás la nueva balanza de fuerzas en el continente, inclinada decididamente hacia las ideas progresistas, sea la única ventaja evidente que tendrá a su favor el veterano político y antiguo líder sindical.

Un bloque regional

América del Sur estará gobernada por esa centroizquierda en el 2023 (exceptuando Uruguay y Ecuador). Esto, a pesar de las dificultades internas mencionadas, representa una oportunidad para Brasil en términos de integración dirigida al crecimiento económico y social.

A pesar de que las izquierdas latinoamericanas están alcanzando el poder político al unísono y utilizando las vías electorales que la democracia representativa pone a su alcance, no debemos engañarnos creyendo que hay uniformidad de criterios y proyectos.

Cada geografía tiene su propia realidad y muchas de las victorias recientes de esa centroizquierda se deben a movimientos sociales gestados a partir de conflictos autóctonos, con un pasado particular, errores anteriores específicos, pactos sociales diferentes e influencias externas que varían de un país a otro.

La ola neoliberal de finales del siglo XX, con desastrosas consecuencias sociales para el continente (Argentina fue tal vez uno de los mejores ejemplos), propició la posterior victoria electoral de los partidos de centroizquierda en varios países de la región.

El resultado incompleto de la gestión de dichos partidos, unido a la presión externa de las potencias dominantes, que por su esencia se le enfrentaron, hizo que se fracturara la continuidad de esos modelos. Las regresiones subsiguientes tampoco resolvieron los graves problemas socioeconómicos que azotaban la región y, en algunos casos, los agravaron. Así llegamos a una segunda ronda de cambios políticos, con un nuevo voto de confianza de las mayorías a las ideas de centroizquierda en el continente.    
Poniendo el fenómeno en contexto histórico, es obvio decir que no se trata de una transnacionalización de ideologías comunistas ni de una alianza transoceánica de partidos obreros ubicados en geografías diferentes y distantes. Ni siquiera se trata de los tiempos de expansión de dicha filosofía, como se vio en los movimientos de liberación nacional que inundaron selvas y ciudades de África, Asia y Latinoamérica en los 60 y principios de los 70.

Estamos en presencia de una nueva realidad, la de una globalización que por un tiempo fue unipolar, (tras la caída del comunismo en Europa y la desaparición de uno de los bloques de la Guerra Fría), y ahora ha comenzado a fragmentarse nuevamente en dos o más polos. En cualquier caso, la alineación dentro del mundo que se avecina no va a ser tan ideológica como lo fue anteriormente. Esta vez será más económica y, sobre todo, más constreñida a intereses particulares de cada nación y sus necesidades específicas.

Rusia y China mantienen su interés en posicionarse dentro del Tercer Mundo, pero esta vez sus motivaciones son económicas y geopolíticas, no tanto ideológicas, aunque el contrincante siga siendo el mismo: Estados Unidos y Europa del oeste.  

Al alcanzar el poder político sobre la base de un diseño democrático, precisamente desarrollado en Occidente, las fuerzas de centroizquierdas latinoamericanas están sujetas a los principios que rigen ese modelo. Podríamos decir que entre los más destacados se encuentran el de la pluralidad y la temporalidad.
Por un lado, se gobierna compartiendo el poder con otros grupos políticos, los que influyen en el funcionamiento de la nación, desde sus butacas en los parlamentos y, muchas veces, utilizando su rol de partícipes en la alianza que alcanzó la victoria electoral.

Por otra parte, no hay garantías de permanencia indefinida en el poder. Llegado el momento de celebrarse las siguientes elecciones, la población ejerce su juicio crítico y, si los resultados no alcanzaron lo prometido, el voto puede dirigirse hacia la propuesta de otros partidos. Esta es una diferencia fundamental entre el llamado socialismo del siglo XXI (ese que vemos floreciendo tal vez en el continente) y los modelos del siglo anterior (cuyo único exponente en el sentido clásico, unipartidista, es Cuba).

Las versiones venezolanas y nicaragüenses, que incluyen un multipartidismo nominal, se han visto acosadas por fuerzas internas temerosas del acercamiento al modelo cubano y, en igual medida, por los intereses geopolíticos occidentales que tampoco les reconocen legitimidad. En términos prácticos, por tanto, y reconociendo la experiencia histórica, concluimos que los modelos plurales predominantes son los que tienen mejores chances de prosperar, y Brasil está llamado a ser un líder regional en este sentido. Veamos entonces algunos de los retos que el modelo habrá de enfrentar.

Hay tres objetivos fundamentales que los gobiernos de Latinoamérica deberán alcanzar si se quiere lograr un verdadero avance para sus naciones: una democracia más inclusiva, una sociedad con prestaciones sociales más equitativas y una integración regional eficaz que fortalezca a cada integrante como parte de un todo.

Las democracias latinoamericanas han sido históricamente débiles, en tanto son todavía jóvenes, nacidas de una cultura anterior caudillista, dictatorial, provenientes de unas sociedades muy dispares, con alta concentración de poder en oligarquías que se acostumbraron a ejercerlo y no quieren renunciar a su statu quo.  Es, por tanto, una necesidad educar a los ciudadanos de esta región en los principios de la participación activa, del rol de demandantes fiscalizadores ante los oficiales electos que les representan en legislaturas y administraciones. Para ello, obviamente, las personas en política deberán perfilar mecanismos e incluso crearlos donde no los haya, de manera que se vuelvan efectivos. Esta estrategia permitirá limitar el poder excesivo de algunos, e incrementar el de quienes tienen muy poco. Empoderar a las poblaciones locales y educarlas evitaría el derrumbe de la democracia o, incluso, su conversión en autocracias regresivas.

En cuanto a las prestaciones sociales, solo implementando modelos de distribución justa de la riqueza general se lograrán sociedades más estables en el sur del hemisferio. Esta es una meta posible para los partidos de centroizquierda en el poder, si son capaces de convencer a sus rivales de las ventajas a largo plazo del modelo que algunos llaman “capitalismo social”.

Este cambio de filosofía socioeconómica sería imposible sin un rediseño progresivo de las estructuras productivas, sin un giro hacia la producción y exportación de bienes, no de materia prima. Para ello, debería solucionarse el grave problema de la falta de acceso a tecnología y knowhow que padece el continente. Tal vez la solución se encuentre en potenciar la educación científico-técnica y ofrecer incentivos para que esta fuerza creadora no se desplace al exterior. Quizás podrían negociarse mejores condiciones para el acceso a la tecnología proveniente del Primer Mundo, o encontrar proveedores diferentes con mejor oferta en los gigantes emergentes asiáticos.

La realidad es que mientras haya una distribución tan dispar de la riqueza producida en nuestras naciones y un desbalance marcado entre exportación e importación, habrá pobreza, marginalidad, violencia y corrupción.  
Como colofón, y muy relacionado con los puntos anteriores, mencionamos la integración regional necesaria para Sudamérica. Tal como lo demostró Europa antes de la ruptura de la Unión europea, una integración económica y política bien ejecutada hace mucho más fuertes a los componentes individuales de la asociación.

Las fortalezas de algunas economías compensan las debilidades o barreras de otras. La capacidad de producción se incrementa exponencialmente con las exenciones arancelarias y las facilidades de importación o exportación que se establecen para sus miembros. El acceso a nuevas tecnologías se incrementa y los esfuerzos colectivos producen descubrimientos en menor tiempo, mientras la aplicación de la ciencia a la producción beneficia a millones de personas en los territorios unificados. El uso de una moneda común mejora las finanzas individuales y el poder adquisitivo de quienes operan esa divisa, incluso en los mercados bursátiles.

América del Sur tiene una riqueza colectiva inconmensurable, componentes culturales y lingüísticos bastante comunes y está comunicada totalmente por viales que alcanzan todas sus geografías, pero falta el consenso y la voluntad real de mirar por encima de intereses locales y poner la mira en la prosperidad colectiva.  

En este contexto, para el 2023 las centroizquierdas llevarán las riendas de casi todas las naciones en el subcontinente. Es posible avizorar el avance de mejoras sociales para la población de la región, pero hará falta una gran capacidad de negociación para poner de acuerdo con todos los variados componentes del espectro político regional.

Pero, sobre todo, habrá que hacerlo sin imposiciones radicales, convenciendo a todas las facciones del beneficio colectivo. Es aquí donde Lula, por su experiencia y habilidades demostradas, y Brasil por su posición de primera potencia económica sudamericana, pudieran tener un rol de liderazgo importante. Los próximos cuatro años dirán si se aprovecha o se pierde esta gran oportunidad.  








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