Peor el remedio que la enfermedad

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Boletín No 139 Toronto, 10 de Marzo de 2023
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Peor el remedio que la enfermedad

Boletín Línea Uno 139 Informativo y cultural - Consejo de Desarrollo Hispano / Hispanic Development Council - Toronto - Canada
10 March 2023

por Alberto Juan Barrientos

Recientemente, El Salvador ha vuelto a ser noticia de primer rango en los medios de difusión internacionales por el encarcelamiento de miles de pandilleros de todas las edades, pero con un alto costo para los derechos humanos y la democracia, según ha reportado Amnistía Internacional.

Cuatro décadas atrás, este pequeño país centroamericano había ocupado posiciones cimeras en la prensa global, aunque por razones muy diferentes. Por entonces, en plena Guerra Fría, se enfrentaban a muerte las ideologías de izquierda y derecha en varias geografías distantes de los centros de poder geopolítico: Estados Unidos y la Unión Soviética. Y una de ellas era Centroamérica. Hechos como el asesinato en 1980 de cuatro religiosas norteamericanas, o el del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero a manos de la derecha en el poder dentro de El Salvador, habrían de propagar la imagen de nación violenta que muchos asumimos como cierta en esa época. Esta vez la violencia ha resurgido desde la oficialidad y, aunque no hay conexión aparente, las causas se remontan en parte a los hechos ocurridos hace cuarenta años.   

El Salvador sufrió una guerra atroz durante diez años, un conflicto que algunos han llamado proceso de liberación nacional mientras otros lo etiquetaban como guerra civil. No cabe duda de que las guerrillas, que se opusieron con ahínco a los gobiernos represivos y corruptos de la época (celadores de los intereses de oligarcas y militares), emplearon la violencia como una herramienta eficiente de lucha.

Asimismo, el salvajismo de la Guardia Nacional y los aparatos policiales sentó cátedra al superar a dictaduras anteriores de la región como la de los Somoza en Nicaragua. Y en medio de aquella debacle, hubo una población civil sometida a la cultura de las armas, en especial miles de jóvenes y adolescentes que se convirtieron en combatientes. Una vez terminado el conflicto tras los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992, los salvadoreños quedaron con un país económicamente devastado y varias generaciones que no habían aprendido mucho más que el arte militar. La solución, además, no dejó a un vencedor claro ni un plan de transformación económica y cultural que pudiese construir la nueva nación.

El Salvador comenzó a funcionar desde los acuerdos de paz como una nación democrática, al menos en el sentido tradicional, con dos partidos preponderantes en el espectro político: ARENA y el FMLN. En ambos casos, en adición a aquellas figuras políticas nuevas que surgieron como tendencia natural, líderes de las estructuras represivas anteriores y de las guerrillas de izquierda formaron parte de la clase política que se disputaría el poder. Y como continuidad de la filosofía de conciliación para la paz establecida en Chapultepec, el nuevo parlamento aprobó en marzo de 1993 una Ley de amnistía General que perdonaba a “todas las personas que hubiesen participado de delitos políticos, comunes y conexos antes del 1 de enero de 1992, en el marco de la guerra civil salvadoreña”. Quedaba así abierto el camino para que un ejército que había cometido crímenes masivos, de manera sostenida, supliera a la sociedad civil de millares de hombres entrenados para matar sin otra educación que el culto a la violencia. Otro tanto ocurrió con muchos exguerrilleros, demasiado jóvenes y sin acceso a educación, que debían ahora insertarse en una vida “pacífica”.

En los siguientes casi treinta años, el poder político en El Salvador se alternó por períodos entre los dos partidos mencionados, representantes de la izquierda y la derecha. Y sin dejar de reconocer algunos avances en materia de servicios sociales como educación y salud, fundamentalmente promovidos por la izquierda, el proyecto de reconstrucción de la pequeña nación ha quedado muy lejos de lo que en realidad esta necesitaba. A pesar de la diversificación de la economía en los últimos años, el acceso a mercados internacionales y la inversión de capital externo, el país no ha logrado la requerida estabilidad social ni los índices de desarrollo humano prometidos por los candidatos en sus campañas electorales. Por el contrario, la violencia fue incrementándose progresivamente hasta alcanzar indicadores alarmantes en la segunda década de este siglo.

La conjunción de tener una emigración voluminosa en el Oeste de Estados Unidos, y el hecho de poseer una cantera inagotable de desplazados que se educó en la violencia heredada de los “veteranos” de la guerra civil, fue el caldo de cultivo para la creación del imperio de las pandillas. Las llamadas maras, surgidas en ciudades como Los Ángeles hace tres décadas, evolucionaron hasta convertirse en consorcios trasnacionales del crimen. ¿Y qué mejor base de reclutamiento que el país de origen de los fundadores, El Salvador? De la misma manera que el envío de remesas a familiares constituye uno de los rubros principales que sostienen la economía de esa nación, los negocios ilegales vinculados al narcotráfico, la extorsión, el tráfico de armas y el secuestro dirigidos desde la costa oeste de Estados Unidos alcanzaron finalmente al pequeño país centroamericano.

Trasnacionales del crimen, como la mara Salvatrucha MS13 tienen hoy extensos ramales en El Salvador, de manera que la delincuencia local no solo opera dentro de las fronteras sino en toda la región. De hecho, muchos pandilleros entrenados y fogueados en Estados Unidos fueron deportados hacia el Salvador desde los años noventa. Y tanto en las cárceles locales como en las calles de este país, esos individuos potenciaron el crecimiento de las pandillas y su conexión con el exterior.

El plan Bukele

Así llegamos a la aparición de un político joven, Nayib Bukele, escindido de las filas del FMLN (más bien expulsado de la organización por discrepancias internas cuando era alcalde de San Salvador), quien alcanza el poder político en las elecciones del 2019. Se trata de una figura controvertida, un milenial que hace campañas y se comunica con su base a través de las redes sociales, con un discurso populista anti-establishment y conocimientos sobre la economía moderna globalizada, adquiridos durante su pasado como empresario. Este presidente, el más joven en la historia salvadoreña, aboga por un país absolutamente independiente de los bloques geopolíticos actuales. El Partido Nuevas Ideas, organización liderada y creada por Bukele cuando se lanzó como competidor en las pasadas elecciones, se describe en sus estatutos como una agrupación descentralizada, incluyente, pluralista y democrática. Y entre su pilares filosóficos establece como meta desarrollar un capitalismo social de mercado competitivo junto a la libertad de expresión. Sin embargo, dos aspectos prácticos de su ejercicio de gobierno, entre otros, han situado a Bukele en una posición que contradice los postulados mencionados: su intervención en el poder judicial para legitimar la posibilidad de reelegirse, y la guerra contra las pandillas utilizando la violencia extrema.

Ya en el 2015, el Salvador estaba registrando 6650 asesinatos anuales, casi la mitad de los contabilizados en Estados Unidos, una nación 50 veces más grande en términos de población. Tras llegar al poder en 2019, Bukele y su gabinete pusieron en marcha el llamado “Plan de Control Territorial”, una estrategia de guerra total financiada por el estado contra la delincuencia, que involucraba a las fuerzas policiales en conjunción con el ejército nacional.

Para 2021, luego de haber sido la nación más violenta de América Latina (categoría estimada a través del cómputo de asesinatos por cada 100 mil habitantes) El Salvador descendió a la posición número 11 dentro de una región integrada por 20 naciones. Lo anterior podría considerarse un logro del programa anti-delincuencia de Bukele, pero varios factores oscurecen el galardón o reconocimiento internacional.

A mediados del 2022, los Estados Unidos acusaron al gobierno salvadoreño de haber estado negociando con las maras, ofreciendo incentivos financieros a sus líderes a cambio de una regulación de la criminalidad pública que hiciese decrecer los indicadores estadísticos.

Según el Departamento de Estado americano, los servicios antidrogas y el FBI habrían conocido de dos funcionarios salvadoreños con alto rango involucrados en este esquema, los que supuestamente se habrían reunido en prisiones y fuera de ellas con dirigentes de la delincuencia organizada. Lo anterior generó tensiones y diferendos diplomáticos entre ambas naciones.

Por otro lado, tras un repunte de la violencia ocurrida en marzo, el gobierno declaró un estado de excepción que originalmente debía durar un mes y se extendió por dos más. Durante la subsecuente ofensiva policial y militar, libertades civiles como las de reunión, derecho a la defensa legal e inviolabilidad de las comunicaciones fueron suspendidas.

La asamblea legislativa, donde ejerce mayoría el partido de Bukele, aprobó medidas punitivas extremadamente severas para los pandilleros capturados y procesados: el marco sancionador subió de 20 a 45 años, los menores de 16 pueden ser privados de libertad hasta 20 años y niños de doce pueden ser sancionados a 10 años de encarcelamiento. Como era de esperarse, organismos internacionales iniciaron de inmediato una campaña de denuncia al gobierno salvadoreño por aplicar leyes draconianas y violar los derechos humanos de sus ciudadanos.

Las imágenes de las redadas antipandillas y el trato a los prisioneros por parte de militares y policías salvadoreños han recorrido el ciberespacio desde entonces. Y no es posible en ellas enmascarar la violencia oficial. El tratamiento a los pandilleros capturados o encarcelados rememora las imágenes de los nazis en la Europa de 1944. Individuos semidesnudos, en posiciones antinaturales y hacinados en espacios reducidos, son conducidos como ganado por custodios que gritan y amenazan, forzándolos a mantener la vista en el suelo. Hombres detenidos que deben mantenerse encorvados por decenas de minutos sin apenas poder respirar, bajo vigilancia de militares y perros entrenados. Y mientras tanto, una política de respuesta armada fulminante contra aquellos que se enfrenten a las fuerzas del orden la que, ejecutada por personal con poco nivel de instrucción, puede conducir al asesinato “oficial”.
Asimismo, los reclusos han visto deteriorarse las condiciones de vida en los establecimientos penitenciarios, donde las raciones de comida se han reducido a la mitad y las ropas han sido confiscadas, obligando a los reos a dormir hacinados en pequeños espacios bajo condiciones de temperaturas insoportables. Todo ello, además, publicitado oficialmente en los medios, con el objetivo de llevar un mensaje aterrorizante a posibles pandilleros todavía en libertad.

Como colofón, el gobierno ha recién inaugurado la mega cárcel, la más grande del continente, en un valle cercano a la capital. El proyecto cuenta con tecnología ultramoderna, medidas de seguridad escalonadas, servicios de energía autónomos y deberá albergar a buena parte de los 63 mil pandilleros capturados durante el período de excepción. En su cuenta de Twitter, la organización Amnistía Internacional realizó una declaración al respecto: “Amnistía Internacional ha denunciado un claro patrón de violaciones de derechos humanos bajo el enfoque de seguridad pública actual en El Salvador. La construcción de esta nueva prisión podría suponer la continuidad y el escalamiento de estos abusos”.

Asimismo, ha habido denuncias de la detención arbitraria de líderes medioambientales, acusados ahora de pertenecer a grupos gangs para justificar sus arrestos arbitrarios. Se cree que el plan de Bukele para obtener nuevos recursos a su administración es volver a abrir la explotación minera en el país.

Varios políticos latinoamericanos han expresado preocupación por la escalada de violencia del lado oficial en el Salvador. El presidente de Colombia, Petro, ha declarado que la solución al grave problema de las pandillas no puede ser construir mega cárceles, sino un buen sistema de educación, reeducación y reinserción social, unido a oportunidades económicas para la población joven.

El gobierno salvadoreño, por su parte, ha interpretado estos llamados como injerencia en los asuntos internos de El Salvador. Y ha justificado la política de choque aplicada como la única posible para estabilizar el país. En la filosofía de Bukele y de su gabinete, una vez erradicadas de raíz las pandillas, el país podrá dedicarse a elevar los niveles de educación pública, de producción, a generar empleo y a ejecutar políticas sociales que mejoren el nivel de vida ciudadano.

Al parecer, el gobierno salvadoreño se ha enfocado más en las consecuencias que en las causas a la hora de lanzar su ofensiva contra la delincuencia. La guerra contra las pandillas era no solo necesaria sino inevitable, pero para librarla, el gobierno debía haber estudiado el origen del fenómeno. Un país empobrecido con una cultura de violencia sistémica (heredada de la guerra civil), demasiadas armas y usuarios naturales de las mismas y una conexión raigal de ese pueblo con los emigrados, algunos de los cuales se habían profesionalizado en el crimen. Si no se controlan estas variables, o no se trabaja en paralelo para disminuir su impacto, Bukele tendrá una victoria pírrica a mediano plazo. Y El Salvador posiblemente correrá además el riesgo de regresar al autoritarismo y la dictadura.


Fuentes:





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